A las puertas de un nuevo proceso electoral urge que los ciudadanos de este país nos llamemos a la reflexión y consideremos seriamente la importancia que contrae vivir una serie de virtudes humanas sin las cuales la convivencia pacífica resulta inviable.
La primera resulta evidente, y es la virtud del respeto. Se trata de respetar la legítima libertad del otro de pensar distinto, de tener preferencias políticas diversas a las propias, del derecho a expresar las divergencias y depositar el voto por el hombre o la mujer que su conciencia le dicte. La intolerancia, hija del vicio del irrespeto, va en contra de la dignidad humana propia y ajena. Una persona digna de su calidad de ser humano no agrede, no pretende avasallar, no busca obligar a los demás a que vean el mundo desde su perspectiva. El respeto se manifiesta por medio de las palabras y de las acciones. Claro, hace falta inteligencia, equilibrio interior, seguridad en lo que se piensa y en lo que se cree, para respetar a los demás. Las actitudes violentas, intransigentes, impositivas, suelen proceder de aquellos que carecen de argumentos y de razones. Cuando se carece de certeza o de verdadera convicción sobre aquello que se dice defender se recurre al grito, al insulto, a la descalificación del otro, hasta llegar al golpe, a la agresión verbal o física.
La segunda es el sentido de civilidad, de ciudadanía. Es interesante ir a la etimología de la palabra “ciudadano”. En su acepción original, el ciudadano era el que habitaba en la ciudad, en oposición al que llevaba una existencia propia de la vida en el campo. Se asumía que el que vivía en la ciudad sabía cómo comportarse, practicaba unas virtudes sociales, se atenía a unas normas de cortesía. Mientras que el rústico, el habituado a la vida rural, carecía de maneras y tenía dificultades para relacionarse adecuadamente con los demás, porque su conducta dejaba que desear y era más bien primitiva. Por lo anterior, en nuestros días se habla de comportarse cívicamente, civilizadamente, abandonando las conductas que dificulten la convivencia pacífica. En pleno siglo XXI llama la atención observar comportamientos incivilizados, cercanos a la brutalidad, vecinos de la barbarie.
Y, finalmente, para convivir pacíficamente es indispensable practicar la virtud de la prudencia, la madre de todas las virtudes. El prudente piensa antes de hablar, sabe tomar lecciones del pasado, es capaz de prever las consecuencias de sus acciones. Da gusto alternar con gente prudente. Suele cuidar el tono de voz que usa, no descalifica a nadie, tolera las opiniones y las opciones que no coinciden con las suyas.
Ojalá, en estos días procuremos practicar estas virtudes para poder vivir en paz. Es lo que todos los que de verdad amamos a Honduras esperamos de nuestros compatriotas.