El transcurrir de los años, a pesar de los inconvenientes que contrae, tiene la ventaja de que nos permite valorar a las personas, a las cosas y a los acontecimientos con más profundidad y mayor sabiduría. Si hemos sabido aprovechar el paso del tiempo, y no nos hemos dedicado a “matarlo” o a verlo desfilar cómodamente desde el balcón de la vida, seguramente nos ha enseñado importantes lecciones y nos ha permitido madurar, contemplar el entorno con perspectiva y juzgarlo apropiadamente.
Valorar a las personas con las que convivimos; en la casa, en el trabajo o en la calle, es fundamental para crecer como seres humanos y ayudar a que los que nos rodean también lo hagan. Como decía la semana pasada, cuando miramos con cierto detenimiento a nuestra esposa, hijos, hermanos, colegas o amigos descubrimos la riqueza humana que reside en ellos, aprendemos a admirarlos sin asomo de envidia y se convierten en modelos a seguir en más de alguna de las virtudes que seguramente manifiestan.
La madurez que contraen las décadas vividas nos lleva, también, a poner las cosas, los objetos, en su sitio. Cuando somos jóvenes, muchas veces les damos a las cosas más importancia de la que realmente poseen. Por supuesto que es válido y lícito desear el primer carro propio, o aspirar a la posesión de una serie de bienes que nos vuelven la vida más cómoda y llevadera, pero en la medida en que vamos madurando todo eso adquiere una importancia relativa. Se descubre, por ejemplo, que son más importantes las personas que las cosas, y que estas, por caras y buenas que sean, acaban por envejecer, por estropearse y por dejar de ser útiles, mientras que la gente se valora cada vez más, los amigos se vuelven fundamentales para aspirar a la felicidad y se descubre que la familia no tiene parangón.
Finalmente, el transcurrir de los años nos permite reconocer que ha habido coyunturas en la vida a las que les hemos dado, en su momento, más importancia de la que tenían; que muchas cosas que nos han pasado, aunque mientras las vivíamos nos resultaron tristes, dolorosas o vergonzosas, al final terminan por convertirse en anécdotas.
Claro, ya quisiera uno conservar el vigor de los veinte años, el aguante de la juventud. Recuerdo, para el caso, cómo en más de una ocasión he dejado de dormir porque una buena lectura me había robado el sueño, y luego comencé el siguiente día como si nada, o haber cursado nueve materias en un semestre de la universidad; cosas que hoy me resultarían imposibles. Pero, aun así, pienso que es más valioso ver el mundo con mayor claridad, como ahora lo veo, con matices, con más calma. No me cabe duda.