Término que se refiere a todo lo que crea una dependencia incontrolable física o psicológica. Eso está sucediendo en esta nueva era con los líderes de países. Son adictos al poder y “hacen lo que tengan que hacer” para mantenerlo.
Modifican constituciones, cambian leyes, usurpan poderes del Estado, se rodean de incondicionales de baja catadura moral, se despojan de cualquier atisbo de decencia. Y es difícil entender las razones de esta necesidad de conservar el poder, de continuar ejerciendo un puesto, sumamente demandante y desgastante.
Una de ellas es obvia. El poder mismo. Son autócratas, egocentristas y megalómanos. Eso es un desorden de la personalidad. Otra podría ser el mantenerse allí para que no les descubran asuntos sucios o faltos de integridad que pudieran desencadenar acciones legales en su contra. En la política no existen personas bien intencionadas. No hay santos varones. Afortunadamente para ellos y lastimosamente para el pueblo, siempre existen personas que comulgan con sus ideologías o tienen intereses personales económicos, que los secundan fieramente. Los ejemplos de esta adicción abundan. Justo a ambos lados de nuestras fronteras tenemos dos. Aquí ya está sucediendo este fenómeno también. Los últimos dos períodos presidenciales son una muestra de ello. Por deshacerse de una tiranía de derecha se puso en el poder otra de izquierda. Votaron por ellos a sabiendas de quiénes eran y hacia adónde nos llevarían.
Ahora lloran sobre la leche derramada. Y a pesar de los errores no reaccionamos. Una oposición completamente dividida. Saben del momento histórico y eluden la responsabilidad. Los intereses personales prevalecen sobre los del país. El partido azul que no ha podido desligarse de su lado oscuro y siguen presentando figuras plastificadas. El partido rojo, blanco, rojo, fiel a su historia de desorden, insubordinación y falta de liderazgo siguen divididos, hablando solos. Tienen el mejor candidato, pero le causan lastre.
Demasiado protagonismo y envidias. Porque no hay nadie con la trayectoria, el discurso, los planes de trabajo, la integridad, la visión, el aura, de ser el líder capaz del restablecimiento de la república. Pero hay que escoger a alguien, y de todos los candidatos el “señor de la televisión” es la única esperanza. Dramático, ensoberbecido, impulsivo, voluble, pero el único con una historia clara anticorrupción y con arrastre incuestionable para vencer a los otros. Esperemos que esta vez no ceda el poder que le otorga el pueblo. Que no se desvanezca.