A veces sueño con la América de Bolaño

A veces, cuando el mundo moderno me grita con su ruido de oficinas, su lenguaje de métricas, sus metas frías y sus relojes apurados

A veces, cuando el mundo moderno me grita con su ruido de oficinas, su lenguaje de métricas, sus metas frías y sus relojes apurados, cierro los ojos y me pregunto: ¿qué diría Roberto Bolaño de todo esto?

Bolaño, el vagabundo inmortal, el poeta que fundó el infrarrealismo no para ganar premios sino para incendiar la literatura; ese hombre flaco y roto que amó a América Latina con la desesperación de los que saben que se puede perder para siempre. Él y sus camaradas infrarrealistas -Mario Santiago Papasquiaro, Bruno Montané, Rubén Medina- no solo querían escribir: querían romper la gramática del mundo. Querían gritarle a la historia que la poesía no se vende, que la vida vale más si está vivida como un poema imperfecto pero honesto.

¿Y nosotros? ¿Qué queremos hoy?

Queremos contratos. Queremos likes. Queremos estabilidad. Queremos un apartamento con lavadora y vista. Pero ¿quién quiere hoy cruzar los Andes a pie? ¿Quién quiere perderse en una biblioteca de provincia? ¿Quién sueña, como el Che, con atravesar América en motocicleta, con dormir bajo los cielos del altiplano, con tocar la tierra roja del Amazonas, con compartir un café con los mapuches, los lencas, los guaraníes, los k’iche’, los yanomamis?

Yo sí sueño. Sueño con ver América Latina sin mapas, sin pasaportes, sin miedo. Sueño con un viaje sin destino, solo con propósito. Quisiera caminar desde México hasta la Patagonia y escribir un poema por cada río, por cada fruta, por cada mujer que lucha, por cada niño que ríe a pesar de todo.

América es un continente de granos y heridas, de maíz y memoria. Somos los hijos del cacao, de la quinoa, del café que tiñe la mañana del mundo. Somos también los herederos de la masacre, de las repúblicas impuestas, de los tratados firmados con pólvora. Y en medio de todo eso, late algo que no ha muerto: una ternura política. Una posibilidad que aún se puede escribir.

¿Qué dirían los infrarrealistas de nuestra política actual? ¿Qué versos lanzarían contra los tecnócratas que hablan como si el alma no importara? ¿Qué grito lanzarían en las plazas donde el cinismo ha reemplazado la rabia? Ellos, que soñaban con hacer del arte una trinchera y del verso una espada, ¿nos seguirían viendo como una promesa o como una traición?

El infrarrealismo no era solo literatura. Era una forma de vivir, de resistir, de amar. Y amar, como ellos lo entendían, no era un acto privado, sino continental. Era amar a América Latina, con sus volcanes y sus cicatrices, con su español y sus mil lenguas indígenas, con su sudor y su polen.

Si el futuro se escribe con las palabras del pasado, que no se nos olvide lo que dijeron: “abajo el sistema solar”. No era un chiste. Era una invitación a mirar de nuevo el cielo y preguntarse si la estrella que seguimos es realmente nuestra.

¿Y si vivir como Bolaño es, en realidad, vivir mejor? ¿Y si abandonar el cinismo y volver al viaje, a la poesía, al encuentro, es la forma más revolucionaria de hacer política? ¿Y si los pueblos originarios tienen la clave no solo de la ecología, sino de la democracia que aún no conocemos?

Yo no quiero un mundo perfecto. Quiero un continente despierto. Quiero que se escriba menos con Excel y más con tierra. Que la política huela a mango, a leña, a campo mojado. Que sea indígena, mestiza, afrodescendiente. Que se parezca a nuestros pueblos, no a nuestros bancos.

Y que, como Bolaño, sigamos creyendo, aunque sea en secreto, que el arte y la ternura aún pueden salvarnos.

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