El miedo es una emoción considerada vital para la supervivencia. Sin embargo, existen casos documentados de personas que, tras sufrir alteraciones biológicas excepcionales, ya no son capaces de experimentar temor.
El británico Jordy Cernik, que dejó de sentir miedo después de la extirpación de sus glándulas suprarrenales, y la paciente conocida como SM, afectada por la enfermedad de Urbach-Wiethe, ejemplifican cómo la ausencia de esta emoción transforma por completo la vida cotidiana, alterando la percepción del peligro y la forma de interactuar socialmente.
La historia de Jordy Cernik ilustra el impacto que puede tener la pérdida del miedo en la vida diaria. Diagnosticado con el síndrome de Cushing, una enfermedad poco frecuente asociada a la sobreproducción de cortisol, se sometió a una operación en la que le retiraron las glándulas suprarrenales.
El procedimiento eliminó por completo cualquier rastro de ansiedad o temor. Tras la cirugía, actividades que habitualmente generan adrenalina, como el paracaidismo, el rápel desde grandes alturas o las montañas rusas, no le produjeron ninguna sensación de vértigo o peligro. Esta ausencia total de miedo le resultó desconcertante y lo hizo sentir cierta desconexión con situaciones tradicionalmente entendidas como riesgosas.
En paralelo, se encuentra el caso de SM, considerada uno de los ejemplos más célebres de la enfermedad de Urbach-Wiethe. Esta rara condición genética, documentada en unas 400 personas a nivel mundial, destruye selectivamente regiones del cerebro responsables del procesamiento del miedo.
¿Cómo sucede?
La clave detrás de la insensibilidad de SM al temor reside en la destrucción de su amígdala cerebral a causa de la enfermedad.
Investigaciones clínicas previas, como las publicadas en el Journal of Neuropsychiatry and Clinical Neurosciences, han demostrado que las lesiones en la amígdala alteran de manera profunda el procesamiento del miedo en la conducta y la reacción ante el peligro, promoviendo incluso comportamientos exploratorios y menor respuesta de evitación
La amígdala, una estructura con forma de almendra situada profundamente en el cerebro, está directamente implicada en el procesamiento de emociones relacionadas con amenazas externas. Cuando esta región resulta dañada, la persona pierde la habilidad de anticipar o reaccionar ante peligros inminentes. No obstante, la capacidad de experimentar otras emociones, como alegría o tristeza, permanece intacta, según explicó Feinstein.
Uno de los aspectos más curiosos es que SM tampoco reconoce expresiones faciales de temor en los demás, aunque sí percibe otras señales emocionales. Este déficit repercute en la vida social cotidiana: muestra una sociabilidad extrema y una atracción hacia situaciones que la mayoría evita: su incapacidad para identificar el peligro la ha dejado expuesta a riesgos reales en numerosas ocasiones.
El impacto de la amígdala no se limita exclusivamente al temor físico. El profesor Alexander Shackman, de la Universidad de Maryland, observó que quienes presentan daño en esta región cerebral mantienen una relación distinta con el espacio social.
En el caso de SM, fue protagonista de un experimento en el que prefería acercarse a los demás mucho más de lo habitual, ignorando las normas implícitas de distancia personal. Para Shackman, este comportamiento revela que la amígdala desempeña un papel al organizar las respuestas ante influencias sociales y determinar la percepción de límites y amenazas humanas.
La investigación de Feinstein fue más allá, al mostrar que existen distintas formas de miedo dentro del cerebro. Cuando SM fue expuesta a dióxido de carbono, la reacción fue opuesta al habitual desinterés: experimentó un ataque de pánico intenso.
A diferencia del miedo ante amenazas externas, el temor relacionado con la sensación de asfixia tiene como origen el tronco encefálico, una estructura encargada de funciones corporales automáticas. Así, quedó demostrado que la amígdala no es indispensable para todos los tipos de miedo, aunque sí lo es para la ansiedad frente a peligros exteriores.