Desde un punto de vista químico, los humanos (al igual que el resto de los organismos vivos del planeta) somos sistemas inestables y constituidos básicamente por agua con, entre otras cosas, sales disueltas.
El agua es el medio en el que se dan todas nuestras reacciones bioquímicas y, por lo tanto, el elemento imprescindible para garantizar nuestra subsistencia metabólica.
Como estamos en un entorno terrestre (seco), el agua tiende a escaparse de nuestro medio interno, lo que conlleva deshidratación y, consecuentemente, muerte.
Si esto no ocurre es porque la evolución ha seleccionado, a lo largo de nuestro linaje, una magnífica envoltura que, a modo de gabardina, no deja pasar el agua.
Es la piel, y su capacidad impermeabilizante se debe a una proteína situada en sus capas más externas: la queratina.
No obstante, el cuerpo humano dista mucho de ser un compartimento estanco.
De hecho, se está evaporando agua continuamente a través de áreas que deben mantenerse húmedas para ser funcionales (ojos, fosas nasales, boca, uretra, ano y vagina).
Por otra parte, eliminamos nuestros venenosos restos nitrogenados (resultantes del catabolismo proteico) en forma de orina. Y eso, básicamente, es urea diluida en agua.
Por último, el “impermeable queratínico” tiene que tener poros para que podamos sudar, puesto que es nuestra forma de refrigerarnos cuando hace calor.
Sea cual sea la causa, la realidad es que perdemos continuamente nuestro preciado e imprescindible líquido.
Recuperar el agua perdida supone “robarla” de nuestro reservorio hídrico principal, la sangre, lo que reduce la volemia (volumen sanguíneo) y, consecuentemente, la presión arterial.
Esta peligrosa situación, detectada por los receptores cardiopulmonares y los barorreceptores, activa el sistema renina-angiotensina (RAS) y disminuye el péptido natriurético atrial.
Ambas acciones son dipsogénicas, es decir, desencadenan la sensación de sed en el cerebro.
Una vez avisados, reaccionamos: bebemos agua, la absorbemos a través del intestino hacia el torrente sanguíneo vía capilares, recuperamos el volumen sanguíneo y todo vuelve al equilibrio.
¿Qué pasa si el agua tiene sal?
Si bebemos agua marina, el intestino la absorberá tal cual.
Eso implica que a la sangre llegará el agua, pero también las sales, fundamentalmente cloruro sódico o sal común.
Los riñones intentarán mantener a toda costa el equilibrio osmótico y tenderán a eliminar el exceso de sal a través de la orina.
Si lo traducimos a cifras, el riñón humano puede eliminar de la sangre hasta unos 6 gramos de sodio en cada litro de orina excretada.
Dado que el agua de mar contiene cerca de 12 gramos de sodio por litro, bebiendo un litro de agua salada acumularemos 6 gramos más de sal sin su agua diluyente equivalente.
En otras palabras, para eliminar la sal de un vaso de agua de mar deberíamos excretar dos vasos de orina, lo que nos haría estar más deshidratados que antes de beber.
Lo grave es que, además de cloruro sódico, el agua marina contiene sulfato magnésico, una molécula que retiene el agua en el interior del intestino impidiendo su absorción.
De hecho, es el componente básico de una tipología muy popular de laxantes.
¡Pobre náufrago! Está más sediento que antes y, además, con diarrea.
¿Cómo funciona el sistema de las ballenas y delfines?
De este plural y variopinto muestrario de cacas, mocos, lágrimas y salivas ultrasalados, ¿qué modalidad es la que utilizan los mamíferos marinos?
Pues, sorprendentemente, no presentan ningún tipo de glándula salina.
De hecho, no tienen órganos extrarrenales de secreción de sal.
Podríamos pensar, entonces, que deben tener unos riñones muy eficientes capaces de producir una orina saladísima.
Pues bien, a pesar de que su orina es realmente muy hipértónica (concentrada), leones marinos, focas, ballenas, marsopas, orcas y delfines han optado por una solución alternativa muy curiosa: no beber agua.
Su estrategia, sorprendentemente distinta, consiste en “gorronear” (tomar prestados) los esfuerzos osmorreguladores de sus presas. Y lo hacen de manera doble.
Por una parte, los fluidos del animal que acaban de cazar (su sangre, fundamentalmente) es su principal fuente de agua.
Por otra, generan agua bioquímicamente a partir de la propia “carne” del animalito que se están comiendo. Podríamos decir que es un “agua metabólica” que se genera como producto estrella de su bioquímica.
El proceso es fácil. Hidratos de carbono, grasas y proteínas de la presa son digeridos en el estómago del cetáceo (o del pinnípedo, si en vez de delfín pensamos en una foca), absorbidos en su intestino y distribuidos por su sangre a todas las células su cuerpo.
Allí, degradados ya a ácidos tricarboxílicos, entran en las prodigiosas máquinas biológicas que son las mitocondrias para obtener energía y algo más: valiosísimos hidrogeniones (H⁺).
Ya solo queda hacer la suma de los H+ con el oxígeno que respiran (O₂) para conseguir el milagro: H₂0.
Aunque este proceso, llamado respiración celular, se da generalizadamente en los animales (como organismos aerobios que somos), no tiene en todos el mismo valor relativo.
Para un animal que “bebe”, las moléculas de agua generadas son elementos “sobrantes” que elimina directamente generando más orina.
Por el contrario, para los mamíferos marinos las mitocondrias serían auténticas “piedras filosofales bioquímicas” capaces de generar el más preciado de los tesoros: el agua.
Fuente: BBC