Los López y los González: la pelea que duró 55 años y provocó más de 200 víctimas

La guerra en Los Olmos se desató cuando Carlos López perdió una carrera de caballos por una nariz con su gran amigo Óscar González

  • 29 de marzo de 2025 a las 00:00 -
Los López y los González: la pelea que duró 55 años y provocó más de 200 víctimas

Hacía frío en enero de 1950 en Los Olmos, un lejano y pujante pueblo del occidente hondureño. Todavía se sentía el olor a pólvora y tamal.

Recién habían terminado las fiestas decembrinas y, ahora, el pintoresco municipio vivía el fiestón más esperado, el de la feria en honor al santo patrón San Sebastián

Carlos Alberto López Mejía tenía 22 años y no había dudas de que era el hijo favorito de don Alberto, un hombre de pocas palabras, dueño de grandes extensiones de tierras y cientos de cabeza de ganado.

Don Beto era un hombre trabajador, mal encarado y buen comerciante. Era el patriarca de los López. Tenía 72 años, trece hermanos, nueve hijos con doña Amalia y Carlitos era el menor. Los restantes ocho, cinco eran hombres que sembraban la tierra como él, y tres, mujeres que vivían con sus maridos en el rancho familiar.

El otro potentado del pueblo era don Lalo González, un hombre delgado, de tez blanca, bonachón que no aparentaba los 75 abriles, "bien vividos", como pregonaba él.

Era el hombre más acaudalado de Los Olmos. Su familia tenía tantas propiedades que ni sabía cuántas.

Los González eran bien unidos y dadivosos. Fueron los principales aportantes para la construcción de la iglesia y donaron el terreno para la escuela. Los premios para la feria los daban ellos. Y eran grandes amigos de los López.

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"Se llevaban bien desde que tengo uso de razón. Compartían fiestas de bautizos, cumpleaños, incluso había varios matrimonios entre ambas familias", relató mucho tiempo después doña Justa, una señora de 80 años, quien pese a su longevidad tiene la memoria intacta.

Fue don Macario, uno de los personajes del pueblo, el hombre de las "una y mil perras", el que presentía la maldición que se avecinaba en Los Olmos.

Dos familias enfrentadas en el occidente de Honduras y una cruenta guerra.

Ese día amaneció lloviendo. "No me gusta este sábado. La lluvia no para, el cielo está gris. Percibo que algo malo va a suceder", dijo tras contar un chiste que no hizo reír a nadie de los reunidos en la pulpería de don Arsenio.

Eran 10 hombres, de entre 19 y 50 años, quienes esperaban en la trucha a que la lluvia amainara para dirigirse a la calle principal del pueblo y ocupar el mejor lugar para presenciar la carrera de caballos, el evento insigne de la feria, el cual le daba paso a la borrachera y al baile en el centro comunal.

"Luis, quién crees que va a ganar", le preguntó Víctor, mientras se dirigían al lugar de la carrera. "Estoy seguro que Carlitos. Don Beto fue a Guatemala a comprar a Trueno para que su hijo quede en primer lugar. Dicen que ese caballo ganó dos años seguidos todas las carreras en Guate y que hasta en los hipódromos de México arrasó".

"Mirá, Luis, yo no creo que gane Carlitos. No debemos menospreciar el buen jinete que es Óscar, por algo es el rey de las últimas tres carreras de la feria. Y Coronel es un caballo que arranca lento, pero en los últimos 300 metros aprieta como ninguno".

Ya no llovía. La hora del almuerzo había pasado. El jolgorio reinaba en Los Olmos. Cientos de pobladores de las aldeas y caseríos vecinos habían llegado al pueblo a disfrutar el cierre de la feria.

Cuando faltaban 20 minutos para las 4:00 de la tarde, la recta de un poco más de 1,300 metros, estaba abarrotada a ambos costados. Los 20 jinetes se paseaban nerviosos con sus corceles briosos, sus botas brillantes, sus finos sombreros y pistolas al cinto, mientras eran admirados por una multitud.

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Todo el mundo se preguntaba qué pasó cuando cientos de personas se arremolinaron cerca de la línea de salida.

"Don Beto y don Lalo estaban pactando la apuesta. Será de 50,000 lempiras", explicó Rolando Martínez, el árbitro de la carrera, a la gente que le preguntó cuando él se dirigía a la otra punta, donde estaba la línea de meta.

La guerra en Los Olmos se desató cuando Carlos López perdió una carrera de caballos por una nariz con su gran amigo Óscar González

A las 4:29 pm no se escuchaba ni una sola voz. Ni siquiera la respiración de los miles ahí presentes. Los jinetes y sus caballos estaban listos. La expectación llegaba al máximo. Sonó el pistoletazo de salida. El pueblo rugía, así como en el Coliseo cuando los romanos olían el aroma a sangre.

Rápidamente Carlitos se puso al frente. La mitad de los presentes lo celebraba, pero Óscar se acercó peligrosamente. Cuando ya llevaban 800 metros recorridos y solo faltaban 400, iban empatados.

Los corazones latían al máximo. Estaba claro que una mitad de Los Olmos simpatizaba con los López y la otra con los González. Cerraban nariz con nariz. Carlitos contra Óscar. Trueno contra Coronel. Así llegaron a la meta. Ambos celebraron. Para unos había ganado López; para otros, González.

Los dos patriarcas festejaban el triunfo de sus hijos. Pero fue tan cerrado el "sprint", que le tocaba a los jueces, encabezados por Rolando, decidir.

Carlitos y Óscar tenían más de 15 años de ser amigos. Desde que regresaron al pueblo tras estudiar magisterio, se dedicaron cada uno por su parte al negocio familiar. Pero los viernes se juntaban. Salían a emborracharse y a mujerear a Santa Rosa. Entre los dos se repartían el amor de las mujeres más lindas de Los Olmos.

Óscar, un año mayor, casi siempre terminaba imponiéndose a su amigo. Así fue en los partidos de fútbol de los sábados, en los palenques durante las peleas de gallo, cuando nadaban en el río Palagua, incluso a Carlitos le tocó agachar la cabeza cuando su "amigo del alma" le robó el amor de Elenita.

Pero esta vez, Carlitos no estaba dispuesto a dejarse robar la victoria. Se sentía ganador. El problema era que Óscar también estaba convencido de que cruzó la meta antes que su alero.

La carrera había terminado media hora atrás y el alboroto, los alegatos y los insultos no cesaban. Hasta que don César Tróchez, el alcalde, se subió a la tarima en la que estaban los tres jueces, y megáfono en mano le pidió a los citadinos guardar silencio porque los árbitros, encabezados por Rolando, ya habían deliberado e iban a anunciar al ganador.

Nunca antes, ni siquiera en su casa, Rolando Martínez había tenido tanta atención como ahora. Los ojos de la muchedumbre estaban puestos en él. Todo Los Olmos quería escuchar quién era el ganador.

Visiblemente nervioso, Rolando tomó aire, agarró el megáfono, se secó el sudor que inundaba su frente y anunció al triunfador. Apenas habló 20 segundos y sus palabras no solo dejaron en shock a la multitud, sino que cambiaron para siempre la historia de Los Olmos.

"El ganador fue...Óscar". Solo fueron cuatro palabras, pero lo que desataron fue apocalíptico. Reinaba el silencio, hasta que don Beto enloqueció y fuera de sí, gritó. "Eso es imposible, viejo hijueputa.

Rolando, sos una basura; vos, Eddy y Mario son unos arrastrados, unos lameculos de Lalo". Inmediatamente sacó su pistola y ambas familias se encararon.

La tensión llegó a tal punto que Amílcar, el hijo mayor de don Lalo, desenfundó su pistola y sin querer se le fue un disparo. Al instante se escuchó un grito desolador y angustioso. Era de doña Amalia: "No, no puede ser, mataron a Carlitos. Qué me le hicieron a mi niño. Noooooooo, mi Carlitos".

Todo el mundo quedó paralizado. Pero don César, el alcalde, un tipo vivísimo, le quitó el megáfono a Rolando y le pidió a la gente que despejara la zona, que dieran aire para que atendieran a Carlitos.

Don Lorenzo, uno de los tres médicos que había en el pueblo, le brindó los primeros auxilios. Estaba viendo la carrera y se encontraba cerca del incidente, así que con gritos y empujones apartó gente y se aproximó al herido.

"Está botando mucha sangre. La bala le perforó el estómago, hay que llevarlo rápido a un hospital. Tres minutos después, Alejandro, hermano del herido, llegó como alma que se lo lleva el diablo, estacionó un carro de paila cerca de donde yacía Carlitos.

La pelea que duró 55 años y provocó más de 200 víctimas en Honduras

Lo subieron rápido al vehículo. Y, como si fuera procesión, los López y todo su séquito de empleados y allegados, se retiraron en caravana del lugar.

Don Beto, angustiado por su hijo, quedó viendo a don Lalo, y con ojos de odio, lanzó el desafío: "reza para que mi hijo se salve, sino, nunca, ni vos ni tu familia tendrán paz".

Don Lalo, más sosegado, entendió la situación y solo se limitó a verlo y escucharlo.

Esa noche, todo el mundo en Los Olmos estaba en zozobra. "Es la feria más amarga y más triste de la historia", resumió doña Enriqueta cuando sus hijas, Olga y Angélica, las más fiesteras del pueblo, llegaron a la casa antes de las 9:00 de la noche.

El baile se suspendió, aunque la calle continuaba llena de gente, principalmente de hombres, que alegaban sobre quién había ganado la carrera y recordaban el incidente del balazo mientras tomaban guaro, ron, cerveza y chicha.

Fue la noche más larga en Los Olmos. Ni cuando tembló en 1939 tanta gente había amanecido despierta. Minutos antes de las 5:00 am, cuando ya habían cantado los primeros gallos, llegó la primera noticia.

Don Chepe Martínez, capataz de don Beto, venía a traerle ropa a sus jefes y pasó dando la buena nueva por el pueblo: "Están operando a Carlitos, los médicos dijeron que la cirugía iba a durar más de 12 horas. Su pronóstico es reservado".

En la hacienda de don Lalo. También había inquietud. Todos le reprochaban su imprudencia a Amílcar. Carlitos les caía bien, compartió muchos buenos momentos con ellos. Estaban pendientes de su salud. Querían, de corazón, que se recuperara.

A cientos de kilómetros de ahí, don Beto y su gente no habían pegado ojo. Los nervios los tenían al bordo del colapso, pero eran optimistas. Aunque había perdido mucha sangre y la bala perforó su estómago, Carlitos estaba joven, era fuerte, deportista y su contextura delgada ayudaba.

Cuando el sol comenzó a salir con todo su esplendor, don Beto miró por el ventanal y lanzó un suspiro. Inmediatamente salió el doctor. Su gesto adusto no presagiaba buenas noticias. Los López se le acercaron, y él, con voz pausada, empezó el estribillo al que los médicos apelan en estos casos: "Lo siento. Se hizo lo que pudo". Solo eso alcanzó a decir cuando los gritos de doña Amalia y sus hijas acabaron con la paz que reinaba en el hospital San Patricio.

Don Beto, inmediatamente, se fue a refugiar al carro. No quería hablar con nadie, ni siquiera consolar a su mujer de toda la vida. Las horas pasaron volando. En el velorio prefirió estar solo. Se retiró a su dormitorio, apagó la luz y sentado al borde de la cama sufrió su dolor. El más grande de su vida.

Volvió a hablar cuando el ataúd ya había sido bajado al foso y cayeron infinidad de flores sobre él. Sus palabras, como trueno, retumbaron en todo Los Olmos: "Con dolor en mi alma te digo adiós hijo mío, pero te juró que acabaré con hasta diez generaciones de esos malditos. No descansaré hasta que ninguno quede vivo. Así que ustedes -dijo refiriéndose a sus parientes- si en verdad llevan sangre de los López por sus venas, cada vez que miren a un González lo deben matar. Sin piedad. Sin dolor. Solo así honraremos el recuerdo de Carlitos".

No habían transcurrido ni treinta minutos de la declaración de guerra de don Beto cuando ya don Lalo estaba enterado de sus amenazas. Aunque le habían inquietado, sintió que eran producto del dolor y que cuando este menguara iba a reaccionar con más cordura.

Don Lalo estaba dispuesto a entregar a Amílcar a la policía y a Óscar le pidió cautela. "Hijo, no te asomés por el pueblo. Resguardate. Quedate en casa para evitar cualquier disgusto".

Óscar aún no había asimilado lo ocurrido. Carlitos era su amigo, su compinche, su compañero de juergas. Le parecía mentira que estuviese muerto y cuando recordaba la forma en que se produjo el hecho, le daban náuseas.

Quince horas atrás, Carlitos estaba vivo, había jolgorio en el pueblo. Y hoy, todo era desgracia. Así que quería olvidar. Y para ello, nada mejor, que tres octavos de guaro y unas 10 cervezas para irse a dormir y borrar de su memoria, aunque sea por unas pocas horas, esta pesadilla, esta desagracia.

De esa manera, decidió irse para la cantina de don Juan, desobedeciendo el ruego de su padre. El bebedero estaba lleno. Apenas entró Óscar se hizo un silencio sepulcral. Este, sin mirar a nadie, se dirigió a la barra y pidió un octavo de aguardiante y una cerveza.

Anselmo, hijo de don Luis, el capataz de don Beto, miró sigilosamente la escena y salió de la cantina. Agarró una bicicleta y se fue para el rancho de los López. Tras abrir la puerta que da ingreso a la propiedad, divisó a lo lejos a Mauricio, el penúltimo de los López y, sin duda, el más impulsivo.

Se dirigió a él y sin medir las consecuencias de sus palabras, le dijo: "Mauricio, en la cantina de don Juan está Óscar".

-Anselmo, estás seguro.

- Sí, Mauricio. Allí está.

"Vámonos. Acómpañame. Espérame aquí", alcanzó a decirle Mauricio mientras corría a su cuarto a buscar las llaves del jeep y la pistola. En menos de un minuto la cargó. No le dijo nada a nadie y salió en veloz carrera hacia el vehículo.

En el trayecto ninguno de los dos habló. Anselmo, ya tragueado y desvelado, no procesaba lo que estaba por ocurrir. Llegaron al lugar. Mauricio se bajó como una tromba. Temía que Óscar ya se hubiese marchado.

Abrió las puertas de la cantina, observó a su ahora enemigo en la barra, se dirigió a él y sin mediar palabra desenfundó su pistola y gritó tan fuerte que se escuchó hasta en en lugar más recóndito de todos Los Olmos: "Así te quería agarrar hijueputa. Ojalá te pudrás en el infierno". Y jaló seis veces el gatillo. Todas las balas impactaron en el rostro de Óscar, quien se desplomó sin vida.

Tras las muertes de Carlitos y Óscar, el estupor se había apoderado de los 10,000 pobladores del lugar. En menos de 24 horas murieron los dos jóvenes más queridos del pueblo. Los dos mejores partidos de toda la zona occidental. Los dos más parecidos y en circunstancias que nadie daba crédito.

"Es como si la maldición hubiese descargado su furia en este pueblucho. Maldita, feria. Maldita, carrera", recordó doña Justa 55 años después.

Así pasaron las semanas, los meses y los años. Unas veces los muertos eran de los López y en otras, de los González. La guerra entre estas dos familias no tenía fin ni tregua. Se mataban a ancianos, mujeres, niños, adolescentes. Daba igual. Solo querían ver correr la sangre de sus enemigos y disfrutar su dolor para contrarrestar el que ellos les habían Infligido.

Don Beto murió de un infarto cuando tenía 90 años. En los últimos 18 descuidó sus vacas, su negocio y su familia. Cuentan que después de la muerte de Carlitos nunca más volvió a sonreír. Lo único que disfrutaba era cuando le informaban que uno de los González había sido asesinado.

Decenas de años después, hubo 15 muertos en Los Olmos en una balacera que duró más de 30 minutos en la calle principal. Los medios de comunicación, escandalizados por la magnitud de la matanza, le dieron una cobertura sin precedentes.

Fue en ese verano de 1987 que la pelea entre los López y los González se hizo famosa. Los títulos rimbombantes de los periódicos llamaron la atención de las agencias internacionales de noticias. La sangrienta vendetta entre las familias más queridas y poderosas de Los Olmos traspasó fronteras, incluso el Papa en la misma catedral de San Pedro, allá en El Vaticano, en una de sus homilías, abogó para que esta orgía de sangre llegara a su fin.

Mes a mes ya era habitual la presencia de los medios en Los Olmos. Las muertes no cesaban. Incluso, un poco más de un año después, las balaceras con saldos mortales entre estas dos familias dejaron de ser novedad, dejaron de ser noticia.

Gobernadores, alcaldes, sacerdotes, pastores y hombres sabios durante el transcurrir de los años habían abogado con los López y los González para que le pusieran un freno a esa infecunda lucha que solo llanto, dolor y destrucción había causado en Los Olmos.

Don Lalo falleció encerrado en su rancho a los 96 años. la diabetes se ensañó con él, le amputaron ambos pies y perdió la visión en ambos ojos. Los hombres de ambas familias se dedicaban a huir y a matar a sus adversarios. Ambas haciendas perdieron su encanto y productividad.

Todo el mundo estaba harto de esa pelea. En el pueblo ya los aborrecían. Los consideraban los culpables del atraso en que se sumergió Los Olmos por esa guerra sin sentido. Ya era 2005. Las familias tenían nuevos jefes. Pasaron del patriarcado machista, burdo y cargado de odio y rencor a un matriarcado inteligente y visionario.

Las mujeres habían asumido el control de los López y los González. Y sin hacer mucho ruido, tras negociaciones que duraron menos de un año, doña Alicia y doña Bernardina ondearon la bandera de la paz. Ni siquiera firmaron un documento ni lo hicieron público.

Durante dos años nadie en Los Olmos se dio cuenta de que la pelea había finalizado. Hasta que Doroteo, uno de los hijos de doña Justa, un sábado de 2007 tomaba guaro en la cantina de don Juan y aún en sus cinco sentidos le pidió al hijo del recordado Juancito que parara la música porque él tenía algo que decir.

A regañadientes silenciaron una ranchera de Chente y antes de que hablara, Joel, le pidió que ojalá dijera algo que valiera la pena.

"Pues sí, Joel, vale la pena: saquen cuentas, hace dos años que no hay reporte de muerte entre los López y los González y mi mamá fue a preguntar y le dijeron que las dos familias pactaron la paz".

Camilo, un joven impetuoso, increpó a Doroteo y antes de gritar pegó un golpe sobre la mesa en la que estaba tomando guaro y cerveza.

"No nos interesa lo que hagan esos mierderos que hundieron el pueblo. Por mí, que se sigan matando y vos, Cantillano, súbile a la música y hay de aquél que recuerde esa maldita carrera".

** Nota: este relato es una ficción. La historia, el pueblo y los protagonistas son una creación del autor.

Aunque, como referente histórico, vale señalar que en décadas pasadas ocurrió una pelea de muchos años entre las familias Turcios y Nájera en el municipio de San Esteban, Olancho

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Nelson García
Nelson García
Jefe de redacción

Nelson García es licenciado en periodismo por la Unah. Tiene 32 años de trabajar en forma ininterrumpida en Diario LA PRENSA, primero como reportero, luego como editor y desde hace 21 años en calidad de jefe de redacción.

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