Luisa la quedó viendo de pies a cabeza. Se acababa de bajar de un carro turismo, modelo 81. Su cara reflejaba la alegría de verla.
Vestía un jean blanco, una blusa azul sin mangas y unos tenis Reebok negros. Los de moda, los que usaban los hondureños que tenían billete. La brisa de las 5:00 de la tarde le alborotaba su frondosa cabellera negra.
‒"Ajá, Lupe. Tantos años sin verte".
‒"La voz le cambió, ahora es ronca", pensó Guadalupe mientras se acercaba penosamente a su amiga de la infancia.
Hacía cinco años que habían salido de la escuela, pero Lupe aún vestía la falda azul de paletones del uniforme escolar, eso sí, ya gastada de tanto uso. Una camiseta blanca con lamparones negros mostraban su ardua labor en el fogón. Unas chancletas negras de hule completaban su atuendo.
Mientras se acercaba a su amiga, Lupita, rápidamente, comparó su ropa con la de Luisa y con su dedo índice de la mano derecha retiraba los borbotones de sudor que inundaban su cara.
Cinco años después, Luisa y Lupe, cara a cara, otra vez. Estuvieron juntas de primero a sexto grado. Crecieron jugando capeador, corriendo cerro arriba, nadando en el río Olosingo en aquellas mañanas y tardes ochenteras en Guarita, Lempira.
‒"Qué alegría verte, Lupe. Déjame darte un abrazo".

‒"Hola Luisa, estás linda, te ha sentado bien vivir en San Pedro Sula. Tus papás me dijeron que allá estudias".
Después de 15 minutos de charla, Luisa le propuso que se encontraran a las 7:00 de la noche en la trucha de don Chente.
El tiempo pasó volando. Lupe llegó bien bañada, con unos shorts de un viejo pantalón largo café que había cortado. Las mismas chancletas de hule y una camiseta negra.
Mientras se acercaba a Luisa, admiró, nuevamente, su vestimenta y su nuevo "look". Su amiga pidió dos refrescos y se sentaron en una de las bancas.
En ese momento, don Felipe se bajó del carro que transportaba a Luisa. Aparentaba un poco más de 50 años. Era de estatura media, su bigote era ralo y estaba curtido de canas. Tenía panza cervecera y pelo negro, obvio por el tinte, perfectamente bien peinado gracias a la brillantina.
‒"Mirá, Lupe. Yo no estoy estudiando en San Pedro Sula. Mis padres no lo saben. Trabajo en un night club que tiene don Felipe. Me limito a platicar con clientes que llegan en busca de diversión y gano buen dinero".
Luisa siguió hablando maravillas del "sueño sampedrano", mientras su amiga escuchaba con atención.
Dos horas después se despidieron. Lupe le prometió a su amiga que iba a pensar su propuesta de irse a "trabajar" con ella a la gran ciudad.
Luisa se dirigió al carro y regresó con una bolsa negra grande. Se la dio a Lupe y le dijo que si le llamaba al número de teléfono que le dejaba y su respuesta era un "sí", en 15 días vendría por ella.
Treinta minutos después, el rostro de Lupita irradiaba alegría. La ropa que su amiga le había regalado le quedaba perfecta. Se sentía otra. Se sentía linda. Se volvió a ver en el espejo y suspiró.
El tiempo pasó rápido. ya habían pasado tres años desde su llegada a San Pedro Sula. Lupe ya estaba completamente adaptada a su nueva vida.
Era una mujer de 21 años. Bella. Blanca. Espigada. Nariz respingada. Cutis perfecto. Ojos grandes y cafés y una silueta de miss.
Pero, además de su impactante belleza física, era una mujer inteligente, autodidacta. Sabía qué quería y cómo lo iba a obtener. Por eso, mientras sus demás compañeras de infortunio se levantaban aún desveladas y con resaca, ella ya había nutrido su intelecto y devorado libros de superación y novelas, aunque su preferida era la revista Selecciones Reader's Digest.
También le encantaban las novelas de amor que escribía Corín Tellado. Fue en una de ellas que leyó que las mujeres que tenían su oficio no debían enamorarse.
Aprovechaba sus visitas al salón de belleza una vez por semana para leer la revista Vanidades. Gracias a ello aprendió de moda, a combinar colores, a maquillarse con elegancia.
Y día a día, comenzó a comprender a los hombres de la noche. Estos No solo iban en busca de diversión carnal y trago, muchos de ellos eran tan infelices y lúgubres que solo querían platicar. Poco a poco se convirtió en una gran conversadora.
Era la chica sensación del Nevada Night Club. Fueron muchos los que se enamoraron de ella y que estaban dispuestos a todo, a dejar a sus esposas, con tal de quedarse con su amor.
Conoció a cientos de hombres en aquellas cuatro paredes con luces multicolores en las que se escuchaba diversidad de música y olía a sudor mezclado con perfume barato. Al lugar iba todo tipo de clientes.
Ella era amable con todos, les sonreía, los escuchaba, los atendía. Pero había uno en particular que le llamó la atención. Empezó a llegar esporádicamente junto a sus demás amigos y compañeros periodistas.
Nunca le hablaba, pero no dejaba de observarla ni siquiera un minuto. Primero, llegaba casi siempre a las 9:00 de la noche junto a los demás tras dejar lista la edición impresa.
Después comenzó a llegar a las 6:00 de la tarde. Solo o acompañado no dejaba de verla. Nada ni nadie perturbaban su rutina de observarla con detenimiento. Extrañamente, Lupe no se sentía incómoda. La aureola de ese hombre le transmitía buenas vibras.
En el verano de 1990 recibió el primer shock de una cadena de sucesos que nadie en su sano juicio podría creer que los vivió una misma mujer. Eran apenas las 7:00 de la noche cuando llegó un grupo de hombres. Por su ropa, físico, vestimenta y acento era obvio que eran extranjeros.
De todas las muchachas que estaban en el lugar, Lupe fue quien le llamó la atención a Giusseppe. El italiano era un tipo medianamente joven, 1.80 de estatura, delgado, con nariz de turco y barba de un día. Tal vez llegaba a los 40 años, si no es que menos. Andaba cerrando un negocio con sus socios aquí en San Pedro Sula y aprovechó que todo había salido bien para disfrutar la noche.
Giusseppe platicaba con sus amigos de la rareza que significaba la cercanía del antro con una iglesia, cuando quedó flechado por Lupe. Inmediatamente se acercó a ella, la abordó, platicaron unos 30 minutos y, aún incrédulo, no solo por su estampa física, sino que por su inteligencia, la invitó a que fueran a un lugar donde solo estuvieran ellos dos.
Abordaron un taxi, ella le dijo al conductor adónde ir. Trece horas después los medios informaban que un extranjero se había quitado la vida mientras estaba junto a una dama de compañía.
Tras las investigaciones de rigor, la Policía descartó implicación alguna de la mujer en el trágico hecho. En el trajín del suceso, Lupe reconoció una cara entre una jauría de periodistas que cubrían la noticia.
En el interrogatorio policial, Lupe detalló lo sucedido:
‒"Llegamos a la habitación. Entendía lo que me decía sin dificultad. Se miraba alegre, normal, lo único que me sorprendió es que me hiciera preguntas demasiado íntimas, personales y no se centrara en lo habitual".
‒"¿Cómo cuáles preguntas y qué es lo habitual?", la interrumpió rápidamente un detective.
‒Me preguntó si tenía hijos, si tenía pareja, que por qué trabajaba en ese lugar siendo tan bonita y tan inteligente.
‒"¿Y qué es lo habitual?", volvió a preguntar el investigador.
‒"Que me besara y todo lo demás. Usted ya sabe.
‒"¿Qué más sucedió"?
‒Nos besamos. Luego, rápidamente me fui a duchar. En eso estaba, cuando se escuchó el disparo. Yo salí corriendo del baño, lo miré, a los dos o tres minutos salí del "shock" y llamé por teléfono a la recepción.
Días después y aún conmocionada, Lupe se reintegró a su vida cotidiana. Al segundo día de su retorno, sintió que alguien la estaba viendo. Era él, el periodista.
Por primera vez ella también lo quedó observando sin despegarle la vista. Le ganó el desafío. Para disimular su pena por haberle bajado la mirada, este le habló a una mesera y le pidió un trago doble de flor de caña y tres salvavidas.
Los periodistas ahora llegaban al night club tres días por semana y su admirador continuaba viéndola como pasmado, como si estuviera viendo al amor de su vida.
Trece meses después, la conmoción, lo increíble, lo inaudito. Un ciudadano asiático llegó al lugar y tras observar a lo lejos a todas las mujeres pidió la compañía de Lupe. Se tomaron varios tragos. Lucían distendidos pese a los problemas de comunicación. Luego, él le pidió que se fueran a otro lugar.
Horas después, la maldita coincidencia: otro foráneo el mismo taxista, el mismo motel, una pistola, con una probabilidad de una entre cinco trillones, Lupe revivía la pesadilla.
Al llegar a la escena, los policías no salían de su asombro: segundo extranjero que se suicida en un motel y con la misma mujer acompañándoles.
Los periodistas tras conocer este hecho lo resaltaron y al día siguiente a cinco columnas en los cuatro periódicos, los dos de San Pedro Sula y los dos de Tegucigalpa, se desplegaba ampliamente la foto de Lupe con un título que decía:
La Viuda Negra se lleva otro extranjero a la tumba. Estuvo presa una semana. Los policías creían que ella los inducía a que tomaran la fatal decisión. "Te puedo creer de uno que sea mala suerte; pero ya dos no. Para mí que algo les hace o les dice", concluía el más locuaz de los investigadores.
Lupe hizo acopio de sus ahorros y al séptimo día de estar recluida, su abogado le dio la buena nueva: "Lupe, vámonos, ya está libre".
Cuentan que semanas después, el Nevada pasaba de bote en bote. Todo el mundo quería conocer a la Viuda Negra, pero para desencanto de la muchedumbre de sedientos de amor y curiosos baratos, Lupe no volvió al lugar.
Don Felipe entendió la situación, incluso su esposa le dijo que la despachara, porque "sino vos vas a ser el tercero".
Guadalupe se despidió de él, y aunque sabía que el viejo la había explotado, nunca se sobrepasó con ella y con eso se daba por satisfecha.
La última vez que la vieron en Honduras fue sentada en una piedra a la orilla del río Olisongo. Allí descargó todas sus emociones y lloró todo su dolor. Fue la última vez que se cuestionó algo.
Eran las 6:00 de la mañana, hacía mucho frío. Una lluvia tenue acompañaba sus pensamientos. Cada minuto que pasaba, las lágrimas eran más gruesas y más copiosas.
"Qué hice mal, Dios mío. Por qué a mí. No me meto con nadie, ni siquiera conocía a esos señores. Reconozco que quise salir adelante por el camino equivocado, pero lo he pagado con creces: con dolor, con miedo, con angustia, con traumas. Lo mejor que puedo hacer es irme lejos de aquí", balbuceó viendo el río, mientras lloraba totalmente fuera de sí.
En Honduras, nunca, nadie más, volvió a ver a Guadalupe, a la Viuda Negra. Ondina Suazo, una lempireña que vive hace veinte años en Sacramento, California, contó la última vez que vino a pasar Navidad a Guarita que Karlita, la hija de don Moncho y doña María, vive en Estados Unidos en una ciudad que se llama Pasadena.
"Tiene cuatro hijos, habla inglés, es ciudadana americana y tiene dos empresas, una con casi 50 mujeres que se dedican a limpiar edificios, casas y apartamentos y otra compañía que maneja junto a su marido dedicada a labores de construcción, pintura, carpintería, albañilería, fontanería, instalación de alfombras y reparación de techos.
Chilo, mi esposo, me dijo que el esposo de Karlita es hondureño, que antes era periodista y que desde hace muchos años está enamorado de ella, pero que hasta que se la encontró en Los Ángeles agarró valor y se le declaró.
Parece que la conoció cuando la hija de don Moncho trabajaba en una zapatería en San Pedro y desde el primer día en que la miró, juró que sería su mujer".
Esta es la historia de Karla Guadalupe Sabillón García. Ya nadie se acuerda de Lupe, su historia quedó enterrada después que Jorge desnudó su corazón y le dijo que la amaba.
Segundos después, al igual que aquellos dos extranjeros, uno italiano, y el otro coreano, la Viuda Negra había muerto para siempre.
** Este relato es un fragmento de la novela El Fogón, la cual está ya en etapa de edición y cuyo autor es el periodista Nelson García . Cualquier similitud con la realidad es una mera coincidencia.