"Gracias, mami, por darme la vida otra vez": 4 horas en quirófano y 6 años conectada a máquinas

La sampedrana Gabriela Argüello donó un riñón a su hija Andrea Cáceres, la joven que volvió a nacer gracias a su madre

Gracias, mami, por darme la vida otra vez: 4 horas en quirófano y 6 años conectada a máquinas
  • 10 de mayo de 2025 a las 23:59 /
Amor incondicional

San Pedro Sula, Honduras.

¿Hasta dónde puede llegar una madre por salvar a un hijo? En una camilla del Instituto Hondureño de Seguridad Social (Ihss), Gabriela tomó una decisión que solo explica el amor más visceral: entregar un riñón, una parte de su cuerpo, para prolongar la vida de su hija Andrea, de apenas 26 años.

El sonido de la máquina era constante, un zumbido suave, casi hipnótico, que marcaba las horas, los minutos, la esperanza. Andrea Marissa Cáceres Argüello estaba allí tendida con los ojos cerrados y el cuerpo exhausto, conectada a un aparato que hacía las veces de sus riñones.

La escena parece sacada de una sala de espera en el purgatorio: cuatro horas, tres veces por semana, una aguja en el brazo y la certeza que el futuro depende de un filtro, un líquido y una fe que no se mira, pero que se siente. Su madre Gabriela Argüello se sentaba durante cada turno a su lado, rezando en silencio y mirando cómo su hija luchaba por no rendirse.

Andrea durante una de sus sesiones de tratamiento por insuficiencia renal.

Andrea Marissa tiene tan solo 26 años, tres hermanos, su padre y una madre que decidió amar más allá de sus propios límites.

Su historia comenzó a los 18 años durante un sábado cualquiera cuando los dedos de sus pies y después los tobillos empezaron a inflamarse sin razón aparente. Lo que parecía una simple reacción alérgica terminó siendo el inicio de una pesadilla.

Entre L500,000 y un millón de lempiras cuesta un trasplante de riñón en Honduras, dependiendo del hospital, el equipo médico y los medicamentos inmunosupresores necesarios después de la operación. Lea este reportaje, titulado: Hay más de 11,000 pacientes renales y casi nadie accede a trasplantes

Lo que vino después fue una lección viva sobre la resiliencia humana, esa capacidad que tenemos para sostenernos en pie aún cuando el mundo se desmorona. El intelectual Viktor Frankl escribió que “quien tiene un por qué puede soportar cualquier cómo”. Andrea tenía su por qué en su madre Gabriela, y ésta tenía el suyo en la mirada de su hija, esa mirada que imploraba vivir.El lunes ya estaba con su familia en el consultorio médico, nadie imaginaba que ese primer síntoma era la antesala de un diagnóstico demoledor, una nefritis (inflamación de los riñones que puede afectar su capacidad para filtrar correctamente la sangre y eliminar desechos del cuerpo).

Andrea, un día antes de la cirugía en la capital, que marcaría su vida.

Fueron de médico en médico buscando respuestas, el reumatólogo decía que era apenas el inicio y que aún estaban a tiempo, pero el nefrólogo fue tajante, el daño ya estaba hecho y la enfermedad estaba avanzada. Desde entonces su vida se dividió entre agujas, catéteres, salas de espera y un sinfín de exámenes.

"Sentí que el mundo se me caía encima, cuestionaba a Dios, le reclamaba por qué, comparaba la vida de ella con otras personas que no aprovechan el tiempo. Estuve hasta enojada con Dios porque no entendía cómo siendo tan pequeña y decida le pasaba eso, hasta ahora sigo sin comprender", confesó, con la voz quebrada por el recuerdo.

Nadie en la familia había pasado por diálisis, no había antecedentes directos ni alarmas previas, pero los estudios sugerían otra posibilidad, la enfermedad de Andrea podría tener un origen genético.

Aunque los expedientes familiares no ofrecían pistas evidentes, una línea conectaba los puntos, su padre padeció una enfermedad autoinmune, y los médicos no descartaron que ese mismo desequilibrio inmunológico hubiera desencadenado el deterioro en los riñones de Andrea.

Llevaba años conectada luchando contra la insuficiencia renal que consumía su juventud y ponía a prueba su fuerza y la fe de su familia.

Al principio, Andrea fue tratada en una clínica privada, pero cuando llegaron las primeras crisis fuertes que exigieron hospitalización, la trasladaron al hospital Mario Catarino Rivas de San Pedro Sula, allí recibió una atención adecuada.

“Todo iba bien hasta que cambiaron al médico que le daba seguimiento y lo pasaron como director”, recordó Gabriela, con desilusión. El desgaste económico fue brutal, pero jamás les faltó voluntad de darle lo mejor en términos de calidad de medicamentos.

Andrea pasó dos años en tratamiento de hemodiálisis y otros cuatro sometida a diálisis peritoneal. Fueron años duros, llenos de rutinas médicas, incertidumbre y lucha constante por mantener la esperanza viva.

Durante los primeros cuatro años, su cuerpo frágil y desmejorado fue atravesado por neumonías, convulsiones, derrames e infecciones que la dejaban al borde de la muerte. El apego, ese lazo invisible que une a madre e hija, se volvió un cordón umbilical eterno durante todo este proceso.

Su madre, esa mujer que contó la historia con los ojos cristalizados, no olvida las veces que miró a su hija desmayarse durante la diálisis, que necesitaba oxígeno y que apenas podía decir: “Mamá, quiero agua”.

Una de las doctoras, una profesional-no una madre-le dijo a Gabriela, cuando todo se tornaba complejo, que se la llevara a casa y que no la sacrificara porque no iba a durar más de tres días. Gabriela, con la voz quebrada, rememoró que esa frase fue un puñal: “Allí sentí que me moría en vida, jamás imaginé que alguien de Medicina pudiera decirme algo así".

Con el paso de los días, Andrea comenzó a recobrar fuerzas, volvió a hablar y cada palabra que salía de su boca era una chispa de esperanza para su familia. Gabriela no olvida aquellas noches en la sala de emergencias del hospital, de rodillas, suplicándole a Dios por una oportunidad para su hija.

"Cuando la miré recuperarse mi fe se hizo más fuerte", comentó, pero luego llegó el momento más duro, enfrentar la hemodiálisis. En más de una ocasión, el médico a cargo salía con su estetoscopio colgando del cuello y una pregunta que partía el alma: si autorizaba conectar a Andrea a la máquina o dejarla sobre una cama.

"Yo no podía decidir", se cuestionó Gabriela, "me sentía sola, sin respuestas, no sabía qué era lo correcto", apuntó.

La retención de líquidos era fuerte, los médicos lo sabían, sin tratamiento su vida estaba en riesgo. La hemodiálisis apareció entonces como la única opción, no era una cura ni ofrecía garantías, pero sí una esperanza y una posibilidad de seguir luchando, aunque cada sesión significara una batalla.

Estuvo durante dos años sometiéndose a hemodiálisis, cada procedimiento y cada ciclo eran una moneda lanzada al aire entre la vida y la muerte.

Antes de la enfermedad, Andrea era una joven normal, estudiaba Educación Física, trabajaba como maestra en una escuela, hacía ejercicio y soñaba con cambiar el mundo. No bebía, no fumaba y llevaba una vida correcta que no bastó para esquivar la enfermedad. Su vida era saludable, por eso dolía tanto, su madre no entendía ¿por qué ella? ¿por qué su hija, si hacía todo bien?

En una de las cirugías para cambiar el catéter peritoneal, Andrea se quebró, lloró en el quirófano y exclamó: “¡Ya no quiero, ya no quiero más, doctor!”. Era el tercer catéter, pero el médico que la atendió entonces, con compasión y humanidad en su voz, esa que escasea en los pasillos fríos de los hospitales, le recordó: “Mientras hay vida, hay esperanza".

Después comenzó a contarle historias de lo que había vivido, hecho y aprendido mientras era estudiante de Medicina. Entre recuerdos y conversaciones surgió por primera vez la posibilidad del trasplante.

Alternativa

La madre, con miedo incluso a una extracción de diente, enfrentó su temor y se ofreció como donante. "Aunque otra de mis hijas estaba dispuesta a hacerlo, no lo permití, no me miraba esperando en la sala a dos de mis hijas, declaré que era yo quien le diera ese riñón", agregó, con una sensación de confianza.

Se hicieron las pruebas laboratoriales y el resultado fue 97% de compatibilidad, el destino hablaba y Dios también, la decisión ya no era médica, era espiritual.

"Con Andrea aprendí a ser fuerte. En mis oraciones le pedía a Dios que le diera una nueva oportunidad de vida, empecé a leer y a buscar historias de éxito en hospitales, se las conté a mi hija para que se tranquilizarla y darnos esperanza", expuso Gabriela a LA PRENSA Premium.

Hoy, tras superar su enfermedad, su sonrisa brilla con más fuerza que nunca. Andrea y su familia celebran cada día como un milagro.

Andrea se negó: “No sacrifique su vida, ya ha hecho mucho por mí", pero esa mujer sabía que no había mayor acto de amor que dar una parte de sí misma. “Desde que tomé la decisión sentí que Andrea me miraba diferente, con más ternura, ya no me decía solo mamá o mami, me decía mamita...”, reseña, con la voz entrecortada. “Le respondí que no era algo que tuviera que agradecer, que lo hacía por amor”, continuó diciendo Gabriela.

Incluso durante los días previos a la cirugía hubo un momento de duda, Andrea, abrumada por el miedo le pidió a su mamá que le dijera al médico que cancelaran todo, que no siguieran adelante, fue un instante tenso, cargado de angustia, en el que ambas se aferraron a su fe y al deseo de vivir.

Andrea no quería aceptar, le rogó a su madre que no lo hiciera, pero el amor no se negocia, se entrega, y Gabriela así lo hizo.

Los días previos al quirófano fueron una tormenta emocional, no solo por la cirugía, sino por otras circunstancias que la desgastaban, pero esa etapa la hizo comprender que Dios da la potestad de levantarse incluso de lo peor. "En mi colegio hay una capilla y llegaba allí todos los días, me arrodillaba y le pedía a Dios que me ayudara a sostenerme porque sentía que la situación me estaba debilitando", relató.

Poco a poco fue tomando más valor, en diciembre del año pasado sentió una fuerza sobrenatural y logró bloquear lo que le drenaba la energía. Para enero, ya era otra persona, con la mente enfocada por completo en la cirugía y pensaba en ella todo el tiempo, pero ya sin miedo, con determinación.

El día de la cirugía, el 18 de febrero de este año, la madre entró a quirófano del Seguro Social de Tegucigalpa con la fe tatuada en el alma. Cuando despertó, lo primero que sintió fue tristeza, como si algo de ella hubiera quedado en el camino, hasta que una doctora le tocó la cara y le dijo: “Su hija está bien, el riñón se conectó y comenzó a funcionar", fue entonces cuando lloró, pero esta vez de alivio.

"Desde que entré al quirófano, otro médico me había tomado de la mano y me dijo: “Voy a orar por usted”, externó, y fue como si esas palabras la envolvieran, sintió una paz tan profunda, durmió con el alma tranquila y en completa calma.

Amor puro

Esta experiencia las unió como nunca antes, su relación se volvió profundamente fraterna. "A Andrea la miro con ojos de compasión, con una ternura nueva y como si el dolor nos hubiera enseñado a amarnos más. Ahora le hago preguntas que antes pasaban desapercibidas, cosas simples como: ´¿Hija, será que me compro un pollo con tajadas?´, y sonrío, porque no debería hacerlo en la cotidianidad".

Ese riñón que ahora late dentro de ella lleva todo su amor, porque "mientras hay vida, hay esperanza", esa frase no ha salido de su mente desde entonces. Un día, Andrea la miró a los ojos y le dijo algo que la estremeció: “¡Gracias, mami, por darme la vida por segunda vez!”.

Durante años la miraron luchar, la animaron, rezaron con ella, lloraron y celebraron cada pequeño avance. Hoy, la familia sigue unida, más fuerte que nunca, agradecida por una segunda oportunidad.

Hoy, Andrea ya no depende de la máquina de hemodiálisis, y aunque debe cuidarse, comer bien, hidratarse y evitar esfuerzos físicos... está viva, ​​camina con más esperanza que antes, sueña con volver a dar clases y terminar su licenciatura en Nutrición en la Universidad Cristiana Evangélica Nuevo Milenio (Ucenm).

Ella, la madre que tembló mil veces por miedo a perderla, sonríe: “Si volviera a nacer lo volvería a hacer”, aseguró, al tiempo que le aterra pensar qué habría pasado si no lo hibiera hecho. Ahora Gabriela vive con un solo riñón, pero con el corazón lleno.

A las madres que viven noches enteras orando en silencio, les dejó un poderoso mensaje: "No pierdan la fe, Dios tarda, pero hace su obra en el momento que cree conveniente. La vida está llena de desafíos, pero cuenta mucho la actitud con que enfrentamos la vida, no dejen de orar porque las oraciones siempre son escuchadas".

Andrea volvió a nacer un 18 de febrero, no fue un parto, fue un trasplante, no hubo sala de maternidad, sino quirófano, y no lloró al salir, lloraron al despertar: madre e hija, fundidas en un abrazo sin palabras, donde lo que latía no era solo un nuevo riñón, sino una promesa.

Hoy, ambas caminan con cicatrices que no se ven, las del alma. Una tiene un solo riñón y el corazón más lleno que nunca, la otra lleva dentro de sí algo más que un órgano, lleva una parte viva del amor más puro que existe, y cuando Gabriela escucha a su hija decir “gracias por darme la vida otra vez”, sabe que valió la pena.

Porque mientras haya una madre dispuesta a darlo todo, la esperanza no muere, solo cambia de cuerpo, de sangre y de latido.

En tiempos donde la ciencia salva, pero es el amor el que sostiene, historias como la de Andrea y Gabriela nos recuerdan que aún en el abismo, la esperanza es una forma de resistencia. Mario Benedetti dijo una vez: "Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida"

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Ariel Trigueros
Ariel Trigueros
jerson.trigueros@laprensa.hn

Reportero multimedia e investigador en LA PRENSA. Más de 10 años en medios. Licenciado en Periodismo (UNAH), máster en Comunicación (UEA) y docente universitario.