Aquí, donde el Mediterráneo no ruge, sino que susurra, camino por las calles de Túnez con una extraña sensación de familiaridad. Hay un olor a jazmín y a historia. A veces, mientras observo las sombras de los minaretes deslizarse sobre las paredes blancas de la medina, siento que he llegado a un lugar que me recuerda a algo que nunca viví, pero que mi sangre reconoce.
He venido a visitar a mi amiga magrebí. Ella no se nombra árabe. Su identidad es un río más complejo, que fluye entre lenguas y resistencias. Pero cuando habla de Palestina, su voz tiembla con una pasión antigua, como si en sus recuerdos habitara también esa tierra cercada. “No hace falta ser árabe para amar a Palestina”, me dice. “Solo hace falta tener memoria y dignidad”.
Y en Túnez, la memoria aún camina con pasos firmes. Aquí, entre 1982 y 1994, la Organización para la Liberación de Palestina —esa quimera de un pueblo expulsado, esa brújula rota que aún señala un futuro posible— estableció su exilio. Aquí se instaló Yasser Arafat con su gobierno errante, en esta tierra que no es Palestina pero que la albergó como si lo fuera. Los tunecinos no ofrecieron solamente hospedaje; ofrecieron su pecho. Se convirtieron en custodios de una causa que no era suya, pero que adoptaron como propia.
Y por esa solidaridad, pagaron un precio. En 1985, cazando sombras, Israel bombardeó Túnez. Sí, Israel, con sus aviones impunes, violó el cielo africano para asesinar palestinos refugiados, y mató también a decenas de tunecinos. El mar fue testigo, los olivos lo recuerdan.
Como hondureño de origen palestino, estar en este suelo es tocar un fragmento vivo de nuestra historia. Porque a los palestinos del exilio no se nos define por la tierra bajo los pies, sino por las tierras que hemos perdido, y por las manos que nos han sostenido en la caída. Túnez no nos devolvió la patria, pero nos ofreció dignidad, y eso también es una forma de pertenencia.
En Honduras, la causa palestina a veces se convierte en un susurro lejano, domesticado por el cinismo de los tiempos. Pero aquí, en Túnez, es una llama. En los cafés, en los murales, en los libros. Aquí aún se habla de Palestina con el pecho abierto, como se habla del primer amor. No es romanticismo barato: es memoria dolida y activa. Es la política transformada en ternura.
Mientras camino con mi amiga por las callejuelas de la capital, siento que estoy entre hermanos. No por idioma, ni por pasaporte. Sino porque aquí se entendió que Palestina no es solo un país imposible, sino una herida universal. Un espejo. Un símbolo. Y quien la abraza, como lo hizo Túnez, se arriesga a ser castigado, pero también elevado.
La historia no olvida a los pueblos que se negaron a voltear la mirada. Túnez fue uno de ellos. Y yo, hijo del desarraigo, nieto de la Nakba, les doy las gracias con el corazón en la mano. Porque en un mundo que tiembla de egoísmo, aún existen rincones donde la solidaridad es sagrada.
Túnez, te saludo como quien regresa a un hogar que no conocía. Tu dolor y tu dignidad me pertenecen también.