Podría pensarse que después de 36 años el proceso de adaptación ha concluido y que todo es miel sobre hojuelas. Y no es así. A medida que pasan los años las personas padecemos una metamorfosis permanente que aflora nuevas virtudes, pero, también, nuevos defectos. Es más, el tiempo se encarga de afianzar conductas buenas y manías no siempre simpáticas, y lo último nos exige dosis notables de paciencia. Encima, el conocimiento del otro llega a ser tan exacto que, en situaciones de confrontación, con facilidad escogemos la frase que más molesta o asumimos la conducta que menos gusta para silenciarlo y sentirnos ganadores.
Y, mi esposa y yo, por todo eso hemos pasado. Como en todo matrimonio, ha habido días luminosos y jornadas oscuras, alegrías vividas en conjunto y dolores compartidos.
Curiosamente, han sido las jornadas oscuras y los dolores compartidos los que más nos han unido. Cuando, casi instintivamente, las manos y los brazos se han buscado para buscar consuelo ante una pérdida o un evento penoso, es cuando más he agradecido su existencia, cuando mejor he experimentado el ¡qué bueno que existes!
Cada vez que me ha tocado hablar con matrimonios jóvenes que atraviesan alguna crisis, no me he cansado de decirles que deben tener paciencia porque, el paso de los años, le dan madurez y sabor a la vida en pareja; que cuando se llega a esa etapa en la que no hacen falta palabras, en la que basta una mirada para saber qué pasa en el alma del otro, se conoce lo que es la serenidad, la paz y la confianza plena. Luego se llega a la conclusión de que la única persona segura en el mundo, con la que contamos de manera incondicional, es esa y no otra. De ahí que no se puede estar menos que agradecido y apetece dar gracias a Dios y a la vida.