Vivimos en un tiempo que parece romper sus propios límites. La guerra en Ucrania continúa devorando vidas y ciudades; en Gaza, el horror bélico ha superado la capacidad humana de asombro; América Latina se tambalea entre Gobiernos que prometen redención y entregan frustración; el narcotráfico penetra los cimientos de los Estados y convierte la vida en mercancía; los Estados Unidos arden en polarización; Incluso Europa, antaño bastión de estabilidad, atraviesa una crisis política, económica y moral; mientras la economía mundial se fractura entre la opulencia de unos pocos y la miseria de millones.
Pero todo esto no es solo geopolítica ni economía, ni ideología: es el reflejo visible de una herida invisible. Es el síntoma de una orfandad espiritual global que corroe al corazón humano y lo deja sin Padre, sin rumbo. Hemos querido construir un mundo sin Dios, y lo que hemos levantado es un laberinto sin salida.
El papa León XIII, al inicio de la modernidad, ya lo había advertido con visión profética: “Cuando se separan las leyes humanas de la autoridad divina, se destruye el fundamento mismo de la justicia; y donde se quita a Dios, el orden se disuelve” (Diuturnum Illud, 1881). Más de un siglo después, su voz suena más actual que nunca. La humanidad ha llenado el espacio que dejó Dios con ídolos nuevos: la técnica, el poder, el dinero, la ideología. Pero estos ídolos no salvan, solo entretienen la desesperanza.
La Sagrada Escritura lo resume con crudeza: “Han sembrado viento y recogerán tempestad” (Os 8,7). Lo que hoy vivimos, guerras, corrupción, pobreza, destrucción ecológica, desesperanza juvenil no son males desconectados, sino frutos de una misma raíz: el hombre que se ha erigido en su propio dios. Y cuando el hombre ocupa el lugar de Dios termina devorando a su hermano.
El caos actual recuerda las primeras líneas del Génesis: “La tierra era caos y confusión, y el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2). El Espíritu sigue aleteando hoy, esperando corazones que le permitan poner orden en medio del desorden.
El problema no es que el mundo esté mal, sino que ya no sabe hacia dónde mirar. Jesús no vino a evitar la tribulación, sino a enseñarnos a atravesarla con sentido: “En el mundo tendrán tribulación; pero confíen, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Frente a la desesperanza, la fe cristiana no es opio ni consuelo barato: es una revolución del alma. Creer no significa evadir la realidad, sino leerla con los ojos de Dios.
Cuando todo se derrumba, la fe se convierte en el último lugar firme. León XIII lo expresó en Immortale Dei: “Toda autoridad y toda sociedad tienen su origen en Dios; si se ignora esta verdad, el edificio entero se derrumba”. Los cristianos, entonces, no pueden callarse ni refugiarse.
Están llamados a ser conciencia y profecía, a recordar que no hay justicia sin verdad ni paz sin conversión. La Palabra de Dios debe resonar en las plazas, en los congresos, en las redes, en los hogares: no para imponer, sino para iluminar.
Tal vez este tiempo de convulsión sea la hora del despertar. Habacuc gritaba: “¿Hasta cuándo, Señor, clamaré sin que escuches?” (Hab 1,2). Y Dios respondía: “El justo vivirá por su fe” (Hab 2,4). No es hora de miedo ni de cinismo. Es hora de fe.
Cuando el mundo tiembla, Dios sacude la tierra no para destruirla, sino para que despierte. Porque a pesar de todo, el Espíritu sigue aleteando sobre las aguas del caos, esperando crear de nuevo.