“¿Morir de vida súbita? La tragedia
de la existencia inauténtica”

Por su parte, Jean Paul Sartre desarrolla el concepto de “mala fe” (mauvaise foi) en su obra “El ser y la nada”. Para él, el ser humano está “condenado a ser libre”.

Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir? Pues bien, amigos, les propongo la metáfora “morir de vida súbita” para comprender la tragedia que representa una existencia inauténtica, una vida que se desperdicia hasta el punto de que, cuando la conciencia de la inmanencia de la muerte golpea, ya es demasiado tarde para empezar a vivir verdaderamente.

Este tipo de reflexiones, poco comunes en los medios de comunicación tradicionales, nos sumerge en las profundidades de la filosofía existencialista, donde la autenticidad, la conciencia de la finitud y la vivencia del tiempo son pilares fundamentales. Grandes pensadores y filósofos como Heidegger, Sartre y el propio Miguel de Unamuno exploraron con vehemencia la relación entre nuestra existencia y la muerte, no como un evento futuro, sino como una posibilidad que está siempre presente y que configura nuestro ser.

En primer lugar, miremos la inautenticidad como una huida de la angustia mediante una sed de inmortalidad. Para Martin Heidegger, en su obra cumbre “Ser y tiempo”, la existencia humana es un “ser-para-la-muerte” (Sein zum Tode). Así, la muerte no es simplemente un final, sino una posibilidad ineludible que nos singulariza y nos confronta con la finitud de nuestro ser. Sin embargo, el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros, los seres humanos) tiende a evadir esta confrontación, refugiándose en la existencia banal o inauténtica.

Cuando Heidegger expresa que “la huida ante la muerte es la inautenticidad del Dasein” (Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad. Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, §50, p. 288), nos indica que el Dasein se sumerge en el “uno” (das Man), una forma de existencia impersonal donde las decisiones, los valores y el sentido de la vida son dictados por la masa, por lo que “se dice” o “se hace”. Vivimos conforme a expectativas externas, cumpliendo roles preestablecidos, persiguiendo metas que no son intrínsecamente nuestras. Así, la vida se convierte en una serie de acciones mecánicas, desprovistas de verdadero compromiso y significado personal o colectivo, mientras que la angustia, ante la propia singularidad y la responsabilidad de la libertad, se disuelve en la comodidad patética del anonimato colectivo: uno pasa a ser “uno más” entre los demás.

Aquí es donde los ecos del gran Miguel de Unamuno resuenan con fuerza. En su monumental obra titulada “Del sentimiento trágico de la vida”, Unamuno ahonda en la “sed de inmortalidad” como la raíz más profunda de la existencia humana. Para él, la razón nos condena a la finitud, pero el corazón, el sentimiento, se revela contra ella, anhelando la eternidad. Sin embargo, esta sed puede llevar a una vida inauténtica si se convierte en una evasión de la realidad del presente. Unamuno lo plantea con una contundencia desgarradora:

“Y no es la muerte misma lo que más me horroriza, sino la muerte de la vida que me hace creer que no tengo que vivirla, o que la vivo en un sueño, sino el horror de ver que mi vida se me va y se me lleva” (Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid: Austral, 2011, Cap. I, “El hombre de carne y hueso”, p. 19). Esta “muerte de la vida” a la que se refiere el pensador español es la parálisis existencial que produce el miedo a la muerte o, paradójicamente, la negación de su inminencia, lo que nos lleva a posponer la verdadera vivencia.

Por su parte, Jean Paul Sartre desarrolla el concepto de “mala fe” (mauvaise foi) en su obra “El ser y la nada”. Para él, el ser humano está “condenado a ser libre”, en tanto que somos responsables de nuestras elecciones y de la construcción de nuestro propio sentido. Sin embargo, a menudo intentamos escapar de esta libertad, fingiendo que somos cosas, que estamos determinados por circunstancias externas o por una esencia preexistente a la nuestra.

“El hombre es lo que hace con lo que han hecho de él”. (Sartre, J.-P. Cahiers pour une morale. Trad. Guillermo de la Cruz. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 55).

Pues bien, en ese contexto, la mala fe es precisamente el autoengaño, la negación de nuestra absoluta libertad y responsabilidad ante nuestra propia vida. Al vivir en estado de “mala fe” nos volvemos autómatas, reaccionando a las circunstancias en lugar de actuar desde una conciencia auténtica de nuestra capacidad de elegir en libertad. Posponemos la verdadera vida, convencidos de que “algún día” comenzaremos a vivir plenamente, cuando las condiciones sean adecuadas o perfectas, cuando seamos “suficientemente” esto o aquello.

En medio de todo esto, no podemos olvidar lo esencial, a saber, la temporalidad y su vínculo con la inautenticidad de una vida que pudo ser y no fue. Tengamos en cuenta que la temporalidad es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla esta tragedia que llamamos vida: nuestra existencia se despliega en el tiempo, un flujo constante que avanza irreversiblemente, nos guste o no. Sin embargo, la vida inauténtica se caracteriza por abrazar una relación distorsionada con el tiempo: en lugar de vivir plenamente el presente, nos anclamos en un pasado que ya no existe o proyectamos nuestra felicidad a un futuro completamente incierto.

La persona que “muere de vida súbita” es aquella que ha confundido el transcurrir del tiempo con la vivencia del tiempo. Ha permitido que las horas, los días, los meses y los años se sucedan mecánicamente, sin llenarlos de significado, de decisiones auténticas o de experiencias genuinas. La inautenticidad nos impide habitar plenamente nuestro “ahora”, ya sea por la nostalgia de un pasado idealizado o por la expectativa de un futuro que nunca llega a ser presente. Así, el tiempo se convierte en un verdugo silencioso, un río que fluye sin que nos atrevamos a sumergirnos en sus aguas (es decir, propiamente, vivir).

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