A los 26 años, como uno más de los que vinimos al mundo en los 1990, camino por un país que nos mira sin vernos. Crecimos creyendo que el mundo nos aguardaba con puertas abiertas, con esa emoción de los 90, cuando los muros caían y los pueblos del mundo se tendían la mano, pero ahora las calles parecen estar llenas de candados, los edificios de oficinas parecen torres de hielo que solo permiten entrar a los de saco y apellido, amigo o padrino.
El empleo formal es un laberinto donde cada vuelta nos devuelve al punto de partida. Los bancos, las instituciones, ¡publican ofertas que piden 7 años de experiencia! ¡Mil disculpas, estaba ocupado viviendo! Estaba en la universidad, descubriendo que es ser joven, descubriendo a Bolaño, a Borges, a las feministas. Cada plaza vacante parece decirnos: “No eres suficiente”, mientras nosotros, con nuestros títulos, currículos y sueños, quedamos a la intemperie. Y el salario mínimo, L15,395 al mes, se disuelve en las cuentas de luz, agua y transporte, como si vivir fuese un juego donde siempre comenzamos perdiendo.
Soñamos con tener un hogar, pero las casas se elevan como montañas de concreto y tasas de interés imposibles. El crédito es un lujo de ricos, y los jóvenes solo podemos mirar desde abajo, deseando lo que parece inalcanzable. Comparamos nuestra realidad con la de los “baby boomers”: ellos podían levantar paredes y abrir puertas con un salario que a nosotros nos deja exhaustos y hambrientos de oportunidades.
La educación, la salud, la seguridad: promesas que se pierden en la burocracia y en los presupuestos vacíos. ¿Cómo planear un hijo cuando la escuela, el hospital y la ley no existen como escudo? La vida se nos escapa entre documentos sellados y camas insuficientes, mientras nos enseñan a esperar.
Y a esto se suma la violencia, esa sombra que ha hecho de nuestro país un territorio de miedo. Nuestros padres podían ir al estadio, caminar por el barrio sin mirar atrás. Nosotros crecimos adentro, confinados mientras las pandillas se adueñaban de las calles, conquistándolas con balas y gritos. La libertad que antes era un derecho, hoy es un privilegio del pasado que nos arrebataron.
Nos heredan un medio ambiente en llamas y un capitalismo deformado que privilegia al que ya tiene, al que se arrima a la elite, al que conoce los códigos secretos del poder. La pandemia nos golpeó y nos enseñó lo que ya sabíamos: no estábamos preparados, y nadie nos preparó. La oportunidad económica es una ilusión, el trabajo un espejismo, y el futuro un río que corre sin invitarnos a bañarnos en él. Y hasta con plata, si voy a Miami voy con miedo porque mi pasaporte es de otro color. Barreras por aquí, por allá, por doquier.
Solo aquellos con contactos, con clientelismo, con nepotismo, logran avanzar. Los demás caminamos entre cenizas y escombros, sosteniendo la dignidad como un puñado de polvo que no se deja arrebatar. Cada intento de levantarse se encuentra con paredes invisibles, con visas injustas, con trabas que nos recuerdan que el mundo de antes no nos pertenece.
Nosotros, los jóvenes de los 90, solo podemos levantar la mirada y reclamar lo que nos pertenece: seguridad jurídica, oportunidades económicas y un país donde valga la pena nacer y vivir. Porque vivir así es un acto de resistencia, y soñar, un acto de rebeldía. Entre la precariedad, el miedo y la esperanza, seguimos andando, intentando reconstruir un país que nos permita existir con dignidad, y al mismo tiempo reconociendo que esta lucha no solo les pertenece a los jóvenes de Honduras, pero a los jóvenes de todo el mundo, desde Katmandú hasta Tegucigalpa, desde Guadalajara hasta Oslo – porque así como en Honduras, en Noruega los jóvenes también han sido marginalizados, pero yerguen la mirada y continúan su lucha.
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