Gaza sangra bajo un cielo que no perdona, y sus calles se han vuelto un registro de la tragedia reciente más sombría de nuestra memoria cercana. Gaza ya no existe, la milicia israelí ha aplanado el territorio con un número incalculable de explosivos. Cada casa derrumbada, cada niño perdido, cada madre que llora, nos recuerda que la violencia desmedida no distingue inocencia. No es solo un conflicto: es un espectáculo de poder que exhibe impunidad, un teatro donde los pequeños pagan el precio del juego de los grandes.
Bajo el gobierno de Netanyahu, Israel se ha convertido en un Estado paria. La administración ha dejado claro que busca remover a la fuerza a los palestinos de Gaza y de Cisjordania, ignorando tratados internacionales y convenciones de guerra que prohíben el desplazamiento forzoso de población civil, ataques indiscriminados y la destrucción de infraestructura esencial. Defender tales acciones desde cualquier fe o moral pierde sentido; la ética se quiebra cuando el poder decide quién tiene derecho a existir en su propia tierra.
La comparación con la política estadounidense muestra la perversidad de estos tiempos. Trump apoyó sin reservas la remoción forzada de palestinos en Cisjordania, rompiendo precedentes de todos los presidentes anteriores. Obama, aunque tampoco exento de errores, actuó como “menos peor”: resistió presiones de Aipac (el “lobby” judío en EE UU), que lo acusaban de antisemitismo por no respaldar ciegamente al Gobierno israelí, y se mantuvo dentro de los precedentes de la política exterior estadounidense negándose a dar fe a la legalidad de los proyectos colonos en Cisjordania. Trump, en cambio, no solo facilita políticas agresivas, sino que incluso se hace el desentendido frente a acciones militares como el ataque en Qatar, donde los hechos violaron la soberanía de un aliado cercano y un socio estratégico.
El ataque en Qatar revela una ironía cruel. Estados Unidos mantiene la base aérea más grande del Medio Oriente en Al Udeid, centro de coordinación militar y logística regional; sin embargo, Trump afirmó no saber del ataque que quebró leyes internacionales y la fe diplomática del Gobierno qatarí. Esta negligencia, voluntaria o no, evidencia cómo los actos de las superpotencias pueden ignorar los principios básicos que deberían proteger a los pueblos y a sus aliados, y cómo la impunidad se naturaliza en quienes detentan poder.
Como ciudadanos de Occidente debemos entender que apoyar a Netanyahu es moral y legalmente problemático. Israel existe y debe continuar existiendo, pero Netanyahu ha cruzado líneas que requieren responsabilidad y justicia: el “apartheid” que mantiene sobre los palestinos debe terminar, y la comunidad internacional debe garantizar un Estado soberano para ellos. La ley internacional es nuestra única protección frente al abuso, y ningún país, por poderoso que sea, puede estar por encima de ella sin consecuencias.
Netanyahu y sus secuaces – ministros canallas que abiertamente promueven el bombardeo de árabes – están poniendo a todos los seres humanos en peligro con sus actos bélicos. Su gobierno ahora habla sobre un ataque directo sobre la mezquita de Al-Aqsa; estaríamos al borde de una conflagración regional, quizá incluso de una Tercera Guerra Mundial, si esto llegase a suceder. El rey Abdullah II de Jordania advirtió solemnemente este mes ante la Asamblea General de la ONU que “la retórica hostil que llama a apuntar contra Al-Aqsa incitará una guerra religiosa que alcanzará mucho más allá de la región y provocará un choque total del que ninguna nación escapará”. En ese escenario, las fronteras dejarían de ser barreras: los sentimientos religiosos, los pactos antiguos y las alianzas quebrarían ante la furia colectiva, resultando en lo que puede ser una guerra mundial.
El horror que vemos no es solo un reporte de prensa, es un lamento que nos llama a la conciencia. Gaza nos recuerda que la historia no perdona a quienes miran hacia otro lado. Debemos exigir justicia, respeto a la ley y la dignidad humana, mientras la memoria de los caídos nos guía: no se trata de demonizar a Israel, sino de condenar el abuso de poder, de reafirmar la legalidad y de abrazar la esperanza de un futuro donde la coexistencia deje de ser un sueño y se convierta en un derecho.
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