Arnaldo Ochoa, general de Ejército, fue el asesor principal en la organización del Ejército Sandinista en Nicaragua y héroe de la guerra en Angola, donde dirigió la batalla de tanques más grande que haya comandado jamás un militar latinoamericano. Pero en 1989 fue encontrado “culpable” de participar, junto con otras personas, en actividades de narcotráfico. Juzgado por un alto tribunal militar fue condenado a muerte y ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Con lo que Fidel Castro le dio al mundo – especialmente a Estados Unidos– una prueba de que la “Revolución cubana” no permitía el narcotráfico. Y tampoco lo usaba como un arma política en contra de Estados Unidos. Sin embargo, en algunos de nosotros quedó el sabor de que Arnaldo Ochoa había sido víctima de su popularidad y que su fusilamiento era fruto de una venganza de Fidel Castro, contra quien, por sus méritos militares y liderazgo personal, podía convertirse en un sucesor suyo. Natural o artificialmente impulsado por sus compañeros. Al fin y al cabo, los dictadores solo permiten ser sucedidos por ellos mismos o por los incondicionales, casi siempre sin méritos propios.
Aquí en Honduras por la filtración de un filmado hecho público conocemos el involucramiento de Carlos Zelaya en financiamientos de las campañas electorales por narcotraficantes. Zelaya ha renunciado a su acta de diputado, a la secretaría del Congreso y de su militancia del PLR. Después se ha retirado de la vida pública. En los discursos del régimen no se ha censurado su conducta. No se le ha impuesto castigo y, más bien, se ha iniciado una intensa campaña para crear otros focos de interés y distraer a la opinión pública. Mel, contrario a Fidel Castro, no ha condenado al narcotráfico ni ha censurado a su hermano. Más bien, con su silencio, lo ha protegido. Y, en vez de alinear su “revolución” con una posición de rechazo al narcotráfico, ha denunciado – en forma verbal— el “tratado de extradición” con los Estados Unidos, para, según sus palabras, evitar que este instrumento jurídico, que “tan útil ha sido para compensar las debilidades de la justicia hondureña”, no sea usado como arma arrojadiza por los Estados Unidos en contra de su régimen. Xiomara no condena el narcotráfico cuando lo hace un miembro de su familia, un amigo o un correligionario.
Además, ha usado la Corte Suprema para declarar “inconstitucional” a la Constitución y, de esta manera, afectar a empresarios estadounidenses en el ánimo de incomodar al Gobierno de los Estados Unidos.
Fidel Castro fue más coherente frente al caso de Ochoa. Supo que la “Revolución cubana” no podía coexistir con el narcotráfico, que quienes participaban le hacían daño a la misma. Que sus efectos dañinos eran universales, no solo para sus enemigos, sino que para la humanidad. En cambio, para Xiomara hay dos tipos de narcotraficantes: los “enemigos” y los “amigos”. Los primeros hay que perseguirlos, denostarlos y negarles legitimidad para volver al poder. Los amigos – y especialmente los familiares – son “narcotraficantes honrados”, honorables, que deben recibir si no la defensa directa, por lo menos la no condenación de sus actos, de los que, con otros temas, buscan distraer a la opinión pública para que no les preste atención.
La doble moral tiene efectos negativos para la sociedad. El “prestigio” del PLR y el “discurso” revolucionario se enfangaron definitivamente. Trasmiten la idea de que sus líderes son favorables al tráfico de drogas y usarán su operación para dañar a Estados Unidos. Lo más grave de todo es que el narcotráfico se banalizará, se volverá algo común y corriente, y los electores no diferenciarán entre “delincuentes” y “honrados” al momento de votar
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