Hay hombres que nacen de la tierra. Otros se hacen con ella. Pero pocos, como Fidel Castro, lograron fundirse con la historia hasta volverse símbolo, montaña, mito. Fue más que un líder, más que una figura política: fue el eco milenario de la rebeldía latinoamericana, una encarnación del alma insurrecta que Bolívar soñó, que Martí escribió, que el Che desató.
Fidel no nació con el poder. Nació con rabia justa, con una brújula moral inquebrantable, con una voz grave como las piedras de Sierra Maestra. Desde las entrañas de un pueblo colonizado y oprimido levantó una revolución con fusiles, sí, pero también con ideas, libros y dignidad. Enfrentó al imperio más poderoso de la historia con una pequeña isla, una isla que nunca se arrodilló.
Fue un David caribeño ante un Goliat planetario. Y aunque su gobierno no estuvo exento de errores ni contradicciones, lo que Fidel ofreció fue una narrativa alternativa al dominio, una pedagogía del orgullo para los pobres, una ética basada no en el capital, sino en el ser.
Cuba, bajo su mando, fue castigada por el mundo rico. Bloqueada, vilipendiada, aislada. Y sin embargo, construyó una medicina ejemplar, una educación de vanguardia, una diplomacia solidaria que envió médicos a los rincones más olvidados del planeta. Todo eso mientras el norte lanzaba guerras y mercados.
¿Qué otra nación del Sur global puede decir que, durante medio siglo, resistió sin ceder, sin venderse, sin entregar su alma?
Decía Fidel: “Condénenme, no importa. La historia me absolverá”. Y la historia, lenta pero certera, comienza a absolverlo. En una era de algoritmos desalmados, donde la propiedad privada se sacraliza y la tierra se vende como mercancía, su voz resuena como una advertencia y una esperanza.
Porque adherirse a la filosofía castrista es abrazar un proyecto ético de autodeterminación, de respeto a la vida, a la inteligencia colectiva, a la madre naturaleza. Es rechazar el utilitarismo ciego, la moral del lucro, la lógica del despojo. Es creer que el ser humano vale más por lo que piensa y siente que por lo que posee.
Quien se oponga a esa filosofía no es enemigo de Fidel, sino devoto de una moral construida sobre el dominio, sobre el capital que degrada y arrasa. Y sin embargo, no negamos su valor: el capitalismo ha sacado a millones de la pobreza. Es una pseudociencia efectiva, pero vacía de alma. Su eficiencia no lo absuelve de su violencia estructural.
Fidel fue, al fin y al cabo, el último gran humanista armado. Un faro para quienes aún creen que los pueblos tienen derecho a ser libres, aunque les digan que no. Que el Sur puede pensar con su propia cabeza, aunque lo rodeen los dientes del Norte.
Hoy más que nunca, el dilema está planteado: entre la ética del mercado y la ética de la resistencia. Entre la acumulación y la dignidad. Entre la comodidad y el coraje. Y quien elija el camino difícil, el de la justicia imperfecta pero sincera, ya ha comenzado a andar, sin saberlo, la senda de Fidel.
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