“Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros”: Borges.
Los salvadoreños han contribuido mucho a la “fama” de haraganes de los hondureños. Los motivos son obvios: tienen escaso territorio y muchos se ven amenazados por los hondureños, con más espacio y más fuerza potencial que ellos. Además, en dos oportunidades, fuerzas hondureñas derribaron y les impusieron nuevos gobernantes. En contraste, son los dos pueblos que más se parecen y que, de repente, han peleado porque son los que más se quieren. Vaya usted a saberlo.
A lo que iba. Fuera de Centroamérica, los hondureños tienen fama de excelentes y dedicados trabajadores. Especialmente en Estados Unidos. Ya he contado que en 1965, en una fábrica en Nueva York, leí un rótulo: “NO VACANCY, ONLY HONDUREÑOS”. Conozco casos de compatriotas que tienen dos o tres empleos, porque son diligentes, y muy estables. No desde ahora, sino desde siempre. Por ejemplo, antes de los años cincuenta del siglo pasado, los hondureños viajaban naturalmente y sin problemas a Nueva Orleans. Allí se quedaban. Vivían – y creo que siguen haciéndolo – tal cantidad de compatriotas que, en 1967, me contó el cónsul de Honduras, Jaime Ramírez, que era “la tercera ciudad” en población, después de Tegucigalpa y San Pedro Sula. En efecto, en cualquier parte se encontraba a los compatriotas, de forma que no era necesario hablar inglés para sobrevivir en aquella ciudad que tanta historia tiene acumulada de ceibeños, Olanchitos, porteños y sureños.
Aparentemente, la diferencia es la sociedad. La sociedad hondureña anima a la dependencia, a la sumisión y a la pasividad como valores de sobrevivencia. El éxito, el afanarse y trabajar intensamente son conductas no bien vistas. Incluso, la austeridad que acompaña la vida de los exitosos se considera como tacañería. En Olanchito de mis tiempos de joven, el hombre más rico era el más trabajador y más austero. Tenía fama de tacaño y cicatero. Regresaba de sus tareas en el campo a las 7:00 pm, pasaba por el Salón Lux y apuraba un whisky – que costaba cincuenta centavos – y se iba para su casa. O casas. Porque era un seductor, de gran fama y numerosa prole. Por rico contaban que era pactado que entregaba las “almas” de los hijos de sus peones al diablo. Formas rurales de descalificar el trabajo la disciplina y la austeridad como fuente del éxito personal.
Los compatriotas en USA trabajan tres veces más que en Honduras. No le hacen mala cara a ninguna tarea. Son buenos en actividades manuales y trabajan sin perder el tiempo en contar historias o fingir repetidas necesidades fisiológicas. Con un español, suave y musicalmente agradable, son simpáticos, con las excepciones de algunos bruscos, --recién llegados--, con alguna escolaridad falsa que los vuelve insoportables. O mujeres mal habladas, me dijo un mexicano en Texas, que de cada “cuatro palabras, cinco son boconadas”. O “Lady Frijoles”, que allá no le gusta lo que aquí son el centro de la gastronomía nacional.
En Estados Unidos, lo trágico es no tener éxito. Fracasar. Trump, cuando quiere ofender a sus adversarios, los llama fracasados. Él entiende la psicología de su pueblo. El hondureño lucha allá, sin las descalificaciones que recibe aquí, donde cuando aumenta de peso, incluso, es objeto de crítica. “Como estás gordo no me querés hablar”, oí en Olanchito cuando regresé después del primer año en la Escuela Superior del Profesorado.
En conclusión, cada uno es —al final, en lo colectivo— “todos los hombres”. Hacemos lo que la sociedad nos ordena. Si cambiamos de sociedad, cambiamos. Pero cuidado. El mecanicismo sociológico es engañoso. Cuba cambió la sociedad, sin producir el “cubano nuevo” deseado por el Che Guevara. En Miami, en cambio, son otra cosa.
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