En política, casi nada ocurre por ingenuidad, y cuando un actor con décadas de experiencia reconoce a un ganador antes de que lo haga el árbitro electoral no estamos frente a un gesto democrático, sino frente a una jugada de poder.
El reconocimiento de Mel Zelaya a Salvador Nasralla no debe leerse como un acto de desprendimiento. Debe leerse como lo que es: la aceptación de que Rixi Moncada no tiene cómo ganar y, al mismo tiempo, la reubicación estratégica del poder real, ya que cuando ya no se puede ganar la Presidencia lo siguiente es intentar controlar al presidente.
Salvador Nasralla llega -si llega- con una característica que nadie puede ignorar: su trayectoria está marcada por cambios de alianzas, rupturas abruptas y proyectos personales que no terminan de consolidarse en un partido fuerte. Eso no es un juicio moral, es un hecho político, y en política, la debilidad estructural se traduce en dependencia.
Un presidente así necesita acuerdos, respaldos, “ayudas”. Y ahí es donde entran los que sí saben mover el poder, los que sí tienen redes, los que sí entienden cómo se gobierna desde las sombras.
No se trata solo de quién se sienta en la silla presidencial, sino de quién manda realmente.
La fórmula “Salvador a la presidencia y Mel al poder” no es nueva en América Latina. Presidentes débiles, tutelados por figuras con experiencia, colmillo político y control de estructuras paralelas.
En ese contexto, el reconocimiento temprano cobra sentido: no busca cerrar una herida democrática, sino asegurar una posición ventajosa en el siguiente tablero. Ganar influencia antes de que el juego empiece formalmente. Presentarse como aliado “razonable” hoy para cobrar mañana.
El problema de fondo no es Nasralla como persona. El problema es un presidente potencialmente manipulable, obligado a gobernar cuidando equilibrios que no pasan por el interés público, sino por la protección mutua y la supervivencia política, y aquí es donde entra su responsabilidad como ciudadano.
Porque cuando el poder real se esconde detrás del poder formal, la democracia deja de ser gobierno del pueblo y se convierte en administración de intereses.
Y en ese escenario, gane quien gane, el país siempre pierde.