La cantante argentina Nacha Guevara solía cantar una pieza en la que, de manera irónica, enumeraba una serie de procedimientos poco ortodoxos para acabar con el odio en la sociedad. Entre estos procedimientos se encontraban: aplicarle choques eléctricos, darle de palos o dispararle diez misiles y un torpedo. Evidentemente, aunque la intención pareciera buena, es imposible, por contraproducente, tratar de acabar con un mal, con uno o una serie de males. Porque con las enfermedades sociales, y el odio entre personas y grupos sociales es una de las peores, no sucede lo mismo que con las vacunas, con las que se nos inocula un virus para que el cuerpo se defienda de un ataque posterior de ese mismo virus. En el caso de la sociedad humana, la confrontación nunca es curativa y el rechazo al otro genera un nuevo rechazo. De manera que, en lugar de minimizar un conflicto, la promoción del odio hacia el que piensa distinto, lo magnifica, lo intensifica.
Sin ser teólogos ni muy versados en historia universal, con un mínimo de cultura general se sabe que el advenimiento del cristianismo trajo al mundo conocido de hace ya varios siglos una nueva perspectiva de las relaciones entre los individuos y las colectividades. Del “ojo por ojo y diente por diente” al “poner la otra mejilla y darle la capa al que te pide la camisa” hay una enorme distancia, una auténtica revolución cultural. Los primeros críticos del cristianismo se referían a él como a una religión de esclavos, y no solo porque hubo mucha gente de los estratos sociales más bajos convertidos a la nueva fe, sino porque la conducta mansa, respetuosa y caritativa de los primeros seguidores de la doctrina de Jesucristo les resultaba chocante, ya que huía de la soberbia, de la prepotencia, de los aires de superioridad que predominaban en muchos de los actores principales del drama social de la época.
Un santo español del siglo XVI, muy buen poeta, por cierto, Juan de la Cruz, advertía que al final de nuestra vida se nos examinaría en el amor. Con esa afirmación señalaba que el servicio a los demás, la propensión a perdonar como postura habitual, la fraternidad, iban a servir como tamiz para valorar nuestro destino cara a la eternidad. Otro santo español del siglo XX afirmó por su lado que deberíamos “ahogar el mal en abundancia de bien”.
Por lo anterior, ya es hora de que los hondureños entendamos que, si somos hermanos, no debemos promover ningún tipo de división ni de actitudes revanchistas entre nosotros. Bienes superiores como la concordia y la paz nunca se van a lograr fomentando el odio. Entendámoslo de una vez.