Panamá.
En Peñita, una aldea indígena enclavada en la selva del Darién panameño, la ribera del río Chucunaque está plagada de pequeñas embarcaciones en las que cada semana llegan centenares de migrantes en su peligrosa ruta hacia un futuro incierto en Norteamérica.
Las aguas se agitan por momentos debido a las copiosas lluvias típicas de esta época del año, lo que no impide que los migrantes, hombres, mujeres y muchos niños de todas las edades y procedentes del Caribe, Asia y África, conviertan el caudal marrón de este río en un rudimentario balneario para asearse y lavar sus ropas.
- Con la muerte al acecho-
“En esa selva he tenido suerte... yo mismo vi personas muertas allí”, comenta Joseph Casseus, un haitiano de 40 años que viaja con su esposa embarazada, de 39 años, y que tras vivir varios años en Brasil decidió “buscar otro camino ... a ver si llegamos a EEUU”.
“No tenemos familia aquí”, argumentó Joseph al descartar la idea de quedarse en Panamá, a donde han llegado por el río y a pie por la selva, límite natural con Colombia, más de 11,100 migrantes sólo este año en su tránsito hacia el norte, según cifras del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront).
Lo tortuoso del viaje es descrito por varios migrantes haitianos y cubanos que están en una especie de campamento temporal de ayuda humanitaria regentado por Senafront en Peñita.
Un total de 1,516 haitianos, cubanos y otros de África o Asia se amontonan en este campamento mientras que otros 1,560 se hallan en Bajo Chiquito, al otro lado del río Chucunaque y primer punto al que llegan los migrantes. Desde Bajo Chiquito salen con destino a Peñita las piraguas o canoas, que pueden cargar entre 10 y 15 migrantes, quienes pagan hasta 25 dólares cada uno por el viaje.
“Ese clima tropical de la selva de Darién es muy complejo, alberga cualquier cantidad de situaciones de riesgo”, dijo el comisionado Yadiel Cruz, ejecutivo de la Primera Brigada Oriental del Senafront.
- Los peligros de la travesía-
Edue Kemplet, un haitiano de 28 años que llegó a Peñita con su esposa e hijo procedente de Chile -donde vivió 6 años-, cuenta que en una montaña que atravesaron en Colombia le robaron todo.
“Comenzamos muy difícil en Colombia. En la ‘montaña de la muerte’ algunos demoran 6 días para llegar al primer campo, otros hasta 20 días... Haitianos, indios y africanos murieron en la montaña”, relató.
La cubana Lisandra Farray Rodríguez, de 30 años y embarazada de cinco meses, narró casi la misma historia de hambre y pérdida de todas sus provisiones y dinero en esta aventura. Dijo que lleva un mes en Darién y que ha solicitado refugio para quedarse en Panamá.
“No tengo el sueño americano, solo (quiero estar) donde haya un país que me pueda acoger... donde pueda vivir como un ser humano”.
-Crece el flujo migratario-
“La migración en Darién llegó para quedarse y esto es una premisa que tenemos que tener presente”, aseguró el oficial de Programas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Panamá, Gonzalo Medina.
Las cifras de la OIM parecen respaldar esa afirmación: mientras en 2006 solo 79 personas cruzaron el Darién, en 2012 subió a 1,777 para luego dispararse en 2015 a 29,289 y en 2016 a 30,055, cuando en su mayoría eran cubanos que buscaban llegar pronto a EEUU ante el histórico deshielo de las relaciones con Cuba, que llevó finalmente a la abolición de las normas migratorias favorables a los isleños.
Solo en lo que va de 2019, según datos del Senafront, han llegado al Darién 11,103 migrantes, de ellos 258 niñas y 202 niños. La OIM explica que estas personas vienen de Cuba, Haití, Nepal, India y Bangladés.
“La mayoría ya estaban en algunos países de Suramérica como Brasil, Argentina o Venezuela, pero la situación económica actual de esos países les ha empujado a viajar a Norteamérica”, afirmó Medina.
-El fragor en Peñita-
Los migrantes que entran a Panamá desde Colombia son sometidos al programa llamado flujo controlado, que incluye un proceso biométrico para determinar si generan alerta migratoria, así como un eje humanitario y sanitario con vacunación, antes de ser trasladados hacia la frontera con Costa Rica para que sigan rumbo al norte.
En Peñita, los migrantes permanecen unas dos semanas mientras son sometidos al programa. Los que viajan en grupos familiares están en unas carpas apiñadas dentro de al menos cuatro galpones. El agua potable disponible llega en camiones y cuentan con un paramédico y un “enfermero de combate” del Senafront. En otros espacios del poblado están los migrantes que viajan sin familia. E incluso, algunos de los viajantes conviven con los lugareños en sus hogares.
Peñita, una aldea de la etnia Emberá Wounaan de unos 800 habitantes, ha dejado de ser una localidad fantasma y la actividad comercial que se limitaba a los miércoles, con la llegada de víveres y otros enseres por el río, se extiende ahora toda la semana con ventas callejeras.
Ropa, calzados, pañales, chips para teléfonos, enrutadores de señal inalámbrica, son algunas de las mercancías que ofrecen vendedores ambulantes venidos de otras provincias, mientras en el pueblo se han improvisado pequeñas fondas y hasta una oficina para transferencia de dinero que se anuncia con un cartón.
En Peñita, una aldea indígena enclavada en la selva del Darién panameño, la ribera del río Chucunaque está plagada de pequeñas embarcaciones en las que cada semana llegan centenares de migrantes en su peligrosa ruta hacia un futuro incierto en Norteamérica.
Las aguas se agitan por momentos debido a las copiosas lluvias típicas de esta época del año, lo que no impide que los migrantes, hombres, mujeres y muchos niños de todas las edades y procedentes del Caribe, Asia y África, conviertan el caudal marrón de este río en un rudimentario balneario para asearse y lavar sus ropas.
- Con la muerte al acecho-
“En esa selva he tenido suerte... yo mismo vi personas muertas allí”, comenta Joseph Casseus, un haitiano de 40 años que viaja con su esposa embarazada, de 39 años, y que tras vivir varios años en Brasil decidió “buscar otro camino ... a ver si llegamos a EEUU”.
“No tenemos familia aquí”, argumentó Joseph al descartar la idea de quedarse en Panamá, a donde han llegado por el río y a pie por la selva, límite natural con Colombia, más de 11,100 migrantes sólo este año en su tránsito hacia el norte, según cifras del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront).
Lo tortuoso del viaje es descrito por varios migrantes haitianos y cubanos que están en una especie de campamento temporal de ayuda humanitaria regentado por Senafront en Peñita.
Un total de 1,516 haitianos, cubanos y otros de África o Asia se amontonan en este campamento mientras que otros 1,560 se hallan en Bajo Chiquito, al otro lado del río Chucunaque y primer punto al que llegan los migrantes. Desde Bajo Chiquito salen con destino a Peñita las piraguas o canoas, que pueden cargar entre 10 y 15 migrantes, quienes pagan hasta 25 dólares cada uno por el viaje.
“Ese clima tropical de la selva de Darién es muy complejo, alberga cualquier cantidad de situaciones de riesgo”, dijo el comisionado Yadiel Cruz, ejecutivo de la Primera Brigada Oriental del Senafront.
| Una mujer haitiana amamanta a su bebé en la aldea de Peñita, mientras un hombre descansa su cabeza sobre una mochila de viaje.
|
Edue Kemplet, un haitiano de 28 años que llegó a Peñita con su esposa e hijo procedente de Chile -donde vivió 6 años-, cuenta que en una montaña que atravesaron en Colombia le robaron todo.
“Comenzamos muy difícil en Colombia. En la ‘montaña de la muerte’ algunos demoran 6 días para llegar al primer campo, otros hasta 20 días... Haitianos, indios y africanos murieron en la montaña”, relató.
La cubana Lisandra Farray Rodríguez, de 30 años y embarazada de cinco meses, narró casi la misma historia de hambre y pérdida de todas sus provisiones y dinero en esta aventura. Dijo que lleva un mes en Darién y que ha solicitado refugio para quedarse en Panamá.
“No tengo el sueño americano, solo (quiero estar) donde haya un país que me pueda acoger... donde pueda vivir como un ser humano”.
-Crece el flujo migratario-
“La migración en Darién llegó para quedarse y esto es una premisa que tenemos que tener presente”, aseguró el oficial de Programas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Panamá, Gonzalo Medina.
Las cifras de la OIM parecen respaldar esa afirmación: mientras en 2006 solo 79 personas cruzaron el Darién, en 2012 subió a 1,777 para luego dispararse en 2015 a 29,289 y en 2016 a 30,055, cuando en su mayoría eran cubanos que buscaban llegar pronto a EEUU ante el histórico deshielo de las relaciones con Cuba, que llevó finalmente a la abolición de las normas migratorias favorables a los isleños.
Solo en lo que va de 2019, según datos del Senafront, han llegado al Darién 11,103 migrantes, de ellos 258 niñas y 202 niños. La OIM explica que estas personas vienen de Cuba, Haití, Nepal, India y Bangladés.
“La mayoría ya estaban en algunos países de Suramérica como Brasil, Argentina o Venezuela, pero la situación económica actual de esos países les ha empujado a viajar a Norteamérica”, afirmó Medina.
-El fragor en Peñita-
Los migrantes que entran a Panamá desde Colombia son sometidos al programa llamado flujo controlado, que incluye un proceso biométrico para determinar si generan alerta migratoria, así como un eje humanitario y sanitario con vacunación, antes de ser trasladados hacia la frontera con Costa Rica para que sigan rumbo al norte.
En Peñita, los migrantes permanecen unas dos semanas mientras son sometidos al programa. Los que viajan en grupos familiares están en unas carpas apiñadas dentro de al menos cuatro galpones. El agua potable disponible llega en camiones y cuentan con un paramédico y un “enfermero de combate” del Senafront. En otros espacios del poblado están los migrantes que viajan sin familia. E incluso, algunos de los viajantes conviven con los lugareños en sus hogares.
Peñita, una aldea de la etnia Emberá Wounaan de unos 800 habitantes, ha dejado de ser una localidad fantasma y la actividad comercial que se limitaba a los miércoles, con la llegada de víveres y otros enseres por el río, se extiende ahora toda la semana con ventas callejeras.
Ropa, calzados, pañales, chips para teléfonos, enrutadores de señal inalámbrica, son algunas de las mercancías que ofrecen vendedores ambulantes venidos de otras provincias, mientras en el pueblo se han improvisado pequeñas fondas y hasta una oficina para transferencia de dinero que se anuncia con un cartón.