La naturaleza extraña los versos del icónico cantautor hondureño Guillermo Anderson, que con su característica voz y el flujo de sus letras, tenía un envidiable arte para cantarle a los ríos, a las montañas, a la vida. Sus canciones, “En mi País”, “El Encarguito” y “Costa y Calor”, entre otras, permanecerán siempre en los corazones de los hondureños.
Guillermo Anderson nació un 26 de febrero en el barrio Potreritos de La Ceiba, Atlántida, norte de Honduras, y falleció el 6 de agosto de 2016 a la edad de 54 años, debido a un cáncer de tiroides que le fue diagnosticado un año antes.
Guillermo Anderson cuenta con una discografía de 12 producciones y una extensa trayectoria. Además de realizar giras por Honduras y todo el continente americano, se presentaba en escenarios de Europa como Alemania, Francia, España, Italia, Austria, Inglaterra y Holanda. En Asia realizó dos giras en 30 ciudades de Japón, también se presentó en Taiwán y Corea del Sur.
Glen Flores, un articulista libre y eterno acompañante desde hace más de tres décadas en la vida de Guillermo Anderson, escribió algunas vivencias y anécdotas que vivieron durante los viajes a las presentaciones del artista a nivel nacional e internacional, que leemos a continuación:
“La última vez que fui a Gran Caimán fue hace 21 años, acompañado por el inolvidable Guillermo Anderson y Max Urso (productor y guitarrista de Guillermo). La razón de aquel viaje era un evento especial al que el cantautor hondureño había sido invitado por una organización de hondureños residentes en ese paradisíaco rincón del Caribe.
Como si el viaje necesitara una pincelada aún más poética, partimos de jalón en un barco de la Standard Fruit Company, que zarpaba desde Puerto Castilla cargado de piñas, rumbo a esa colonia británica bañada por el Atlántico. Aquel viaje, más que un traslado, terminó convirtiéndose en una travesía onírica, con noches que parecían eternas bajo un cielo cuajado de estrellas.
Durante las horas interminables, el mar se convirtió en nuestro cómplice, arrullándonos con su vaivén suave mientras, entre tragos de ron con agua de coco, nos sumergíamos en conversaciones profundas y a ratos delirantes.
Hablamos de todo: las aventuras marítimas que solo el Caribe podía inspirar, los mamíferos acuáticos prehistóricos de ese rincón del Atlántico que parecían surgir de leyendas olvidadas, las revoluciones perdidas del istmo y, por supuesto, amores desaforados que un poeta caribeño nunca dejaría de evocar.
Todo esto sucedía mientras nos mecíamos de un lado a otro al ritmo lento y rítmico del barco, avanzando con serenidad entre olas que parecían susurrar versos antiguos.
La pregunta que se transformó en una exposición fascinante
Cuando llegó la hora de pernoctar en aquella primera noche, Max Urso lanzó una pregunta inesperada que cambiaría el curso de la velada: ‘¿En qué período y cómo, y por decisión de quién, se incrustó el acordeón en el repertorio de la música latinoamericana?’.
Una pregunta aparentemente simple, destinada a obtener un nombre y una fecha, pero que en voz de Guillermo Anderson se transformó en una exposición fascinante.
No hubo pausa en su relato, y mientras las horas se consumían y la noche daba paso a las primeras luces del amanecer, Guillermo hilvanaba con maestría la historia de un instrumento que se convirtió en alma de géneros como el vallenato.
Guillermo contó que un barco carguero viajaba de Europa a América y naufragó en las costas colombianas y entre la carga venía un lote de acordeones, mismos que llegaron a manos de músicos campesinos de Colombia quienes lo adoptaron a los rudimentarios instrumentos que tenían, dando origen al ritmo vallenato.
Fue una respuesta salpicada de poesía, erudición y sencillez, pronunciada con su voz nasal y profunda, que parecía abrazar cada palabra con cariño.

Pero Guillermo no solo hablaba: contaba con las manos, con los gestos amplios de alguien que sentía la música en la médula de sus huesos. Manos tan grandes, diría yo, como el majestuoso Celaque. Ni Max Urso ni yo olvidaríamos aquella noche en que el tiempo pareció detenerse.
Años después, me encontré nuevamente con Guillermo en la aldea de Raya, en la remota frontera de La Mosquitia hondureña con Nicaragua. Allí estaba él, con su guitarra al hombro y su voz eterna que siempre llevaba consigo. Cantaba “Pepe Goles”, una de sus canciones más emblemáticas, que narra las andanzas de un futbolista que sobrevive recordando sus glorias pasadas: un gol fallado en un Mundial, entrevistas en periódicos de circulación internacional durante España 82, y una foto desgastada con Pelé.
Lo particular de aquella ocasión era el público: campesinos y pescadores que no hablaban español, pero que, sin embargo, parecían entenderlo todo.
En aquella noche mágica, Guillermo no necesitó traducciones. Con su voz cálida y caribeña, logró trascender el idioma, convirtiendo la barrera lingüística en un puente invisible. Nadie prestaba ya atención a las letras; la gente simplemente escuchaba y sentía, levitando sobre el pasto en un estado de gracia inexplicable, como si una fuerza invisible los elevara. La voz de Guillermo, como siempre, tenía la capacidad de hechizar, de apaciguar y, a la vez, de despertar.
Decía que las estrellas provocan respeto, éxtasis, afecto y grandes celos. Guillermo Anderson infundió todos esos sentimientos en los corazones de quienes tuvimos la suerte de escucharlo y conocerlo. Pocos artistas hondureños lograron lo que él: tender puentes entre culturas, regiones y generaciones sin pretensiones, con la simple fuerza de su música y su humanidad. Guillermo nunca buscó el aplauso fácil ni los reflectores. Fue, sin duda, el catracho más querido de Mesoamérica, el trovador que hizo del Caribe un himno universal.
Prefiero recordarlo como él seguramente lo habría querido: con el afectuoso privilegio de haberlo conocido y el agradecimiento eterno por habernos dejado un legado musical sublime e indestructible.
Cada vez que su voz resuena en una canción, Guillermo revive, con la misma fuerza con la que cantó para mares, montañas y aldeas olvidadas. Y así, bajo el cielo estrellado que tantas veces lo escuchó, sigue viajando con su guitarra, llevándonos a todos de jalón a las profundidades de un Caribe que, gracias a él, jamás será olvidado”.