El asesinato de Berta Cáceres ha generado una ola de indignación que ha superado las fronteras patrias. Que una mujer indefensa, cuyo único “delito” fue imaginar y defender un país en el que los hondureños no acabáramos con nuestro propio futuro destruyendo las fuentes de agua o arrasando el ecosistema, haya sido muerta por un par de matones, no puede dejar indiferente a nadie.
Las voces se han alzado en nuestras calles y las redes sociales han sido el cauce para manifestar el dolor por la pérdida de una vida humana más y para exigir que este nuevo crimen no quede impune. Todos esperamos que las investigaciones se realicen con la mayor celeridad posible y que sobre los autores intelectuales, si los hubiera, y materiales caiga todo el peso de la Ley.
La ciudadanía hondureña ha visto en los últimos años cómo los índices de violencia se han disparado y cómo, a pesar de los esfuerzos gubernamentales, las muertes individuales y colectivas se suceden de manera periódica. Apenas estamos empezando a creer que la convivencia pacífica se ha recuperado cuando un nuevo hecho sangriento protagoniza los espacios noticiosos y retorna el temor y la zozobra. La audacia de los criminales ha llegado a tanto que son capaces de introducirse en el sitio que hasta ahora se consideraba más seguro: el hogar; tal como ha pasado en el caso de Berta Cáceres.
Tanto en Tegucigalpa como en La Esperanza, ciudad de residencia de Berta, activistas en defensa del ambiente, así como de derechos humanos, han mostrado, de distintas maneras, su lógico repudio ante la muerte violenta de su compañera de luchas. Incluso, personas que por primera vez han oído mencionar el nombre de la señora Cáceres y hasta ahora han sabido de su accionar se han sentido consternadas ante semejante tragedia.
Sin embargo, hay algunos actos que han empañado el duelo y que han preocupado a la mayoría de los ciudadanos: Los medios han referido cómo el alcalde de Intibucá estuvo a punto de ser agredido por un grupo de individuos presentes en el velatorio. En la capital, un grupo de delincuentes, amparados en una protesta, destruyeron parcialmente un restaurante, y pusieron en riesgo la vida de empleados.
Debe hacerse justicia. Ningún crimen cometido en Honduras debe quedar impune. Pero eso no se va a lograr por medio de la violencia. Este pueblo ha dado muestras firmes en situaciones mucho más complejas, que rechaza el camino del caos y la destrucción. No perdamos la cordura. Hay que ejercer presión para que los operadores de justicia hagan su trabajo con diligencia, pero sin violentar los derechos de otros. Porque de no ser así, terminamos cometiendo actos similares a los que con tanta pasión condenamos.