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Martes Santo en Bruselas

  • Actualizado: 23 marzo 2016 /

    Bélgica es una encrucijada en el corazón de Europa; un país en el que, no sin dificultades, la cultura flamenca y la francesa han logrado amalgamarse y dar vida a un país que no solo ha sido la cuna de algunas de las más antiguas y prestigiosas universidades sino también la patria que acogió a Rubens y a muchos otros artistas e intelectuales que hicieron de Amberes, de Brujas, de Lovaina o de Bruselas focos irradiadores de cultura para el Viejo Continente y para el mundo entero.

    Durante siglos, además, los belgas tuvieron fama de ser muy católicos, aunque este detalle nunca fue obstáculo para que en las ultimas décadas acogieran a miles de musulmanes que, buscando una vida mejor para las futuras generaciones, llegaron y se radicaron sobre todo en la capital, Bruselas.

    Cuando el pasado noviembre el mundo contempló con estupor la irracional carnicería desatada por fanáticos yihadistas en París, y luego se dio a conocer que la trama terrorista se había hilvanado en la capital belga, se concluyó inmediatamente que un ataque doméstico era cuestión de tiempo. Y el día llegó. Este Marte Santo, los factores de un absurdo que la mentalidad occidental se resiste a entender, derramaron de nuevo sangre inocente y sembraron el dolor y la muerte en el aeropuerto y en el metro de Bruselas.

    Nueva York, Madrid, Londres, París, Ankara, Estambul... y ahora Bruselas, sin contar los muertos en Marruecos, Túnez, Mali, Indonesia o Costa de Marfil. En nombre de un dios sanguinario, que la mayoría nos negamos a aceptar, se propaga el terror, en un proselitismo religioso que en lugar de atraer repele y que rechazan los propios musulmanes auténticos como los han expresado sus líderes cada vez que un hecho como el que nos ocupa se ha suscitado.

    La fe habita en la conciencia, en el ámbito más íntimo y sagrado del ser humano. La fe no se impone. La fe solo puede y debe vivirse desde la voluntad libérrima de cada uno, de cada una. Gritar “Dios es grande” antes de asesinar es una blasfemia y una aberración.

    Hechos como estos deben servir no solo para manifestar solidaridad con los habitantes de Bruselas y con el pueblo belga en general, sino para reafirmar las convicciones que hacen posible la convivencia pacífica entre las personas y entre los pueblos: sí a la tolerancia, sí al respeto, sí a la libertad de cultos, sí al derecho de profesar públicamente las creencias religiosas no importa en qué país se viva; no a la violencia yihadistas, no al odio en nombre de la religión, no a la barbarie, no al clericalismo de ningún origen.