Un fantasma recorre Honduras: no es un espectro de terror sobrenatural, sino la sombra de una crisis institucional que ha pasado de ser un malestar periférico a una atmósfera cotidiana que afecta la percepción de la legitimidad democrática.
Los choques entre los órganos encargados del proceso electoral han puesto en evidencia la fragilidad de reglas que deberían ser incuestionables: descalificaciones públicas, recusaciones cruzadas y señalamientos que transforman a los árbitros electorales en protagonistas de la disputa.
La controversia no se queda en las proclamas. Se ha trasladado a la vía judicial y fiscal: denuncias ante la Fiscalía y pedidos de amparo ante la Corte Suprema muestran que la solución técnica ha sido desplazada por la judicialización del conflicto.
Esa dinámica alimenta la sensación pública de que la política funciona hoy mediante afirmaciones y contradicciones que erosionan la confianza ciudadana y complican cualquier salida administrativa.
Para comprender la escalada política recurrimos a la parábola del sembrador. Esta metáfora permite leer los hechos como semillas que caen en suelos distintos. En la orilla del camino quedaron las primeras advertencias de fraude: denuncias desoídas o archivadas que, por falta de respuesta institucional, fueron menospreciadas y condujeron a la polarización. La sensación de que la verdad puede ser barrida antes de nacer abrió paso a la desconfianza generalizada.
En terreno pedregoso naufragaron los llamados a la unidad: buenas intenciones que se topan con liderazgos fragmentados, viejas desconfianzas y cálculos electorales que impiden convertir la indignación en una fuerza duradera. La movilización se queda en gestos y comunicados cuando no existe un sustrato institucional y político que la sostenga.
En el campo con espinas prosperaron intereses mezquinos. Allí crecieron estrategias para conservar cuotas de poder, defensas acríticas de candidaturas y maniobras sectoriales que priorizan ventajas particulares sobre el bien público. Esas espinas estrangulan la posibilidad de acuerdos y alimentan la sospecha de que la disputa formal es, en realidad, una pelea por control y privilegios.
Contra ese panorama tan sombrío existe una tierra fértil que alberga la esperanza: la ciudadanía informada y movilizada. Un voto masivo, responsable e informado puede contrarrestar la incertidumbre y obligar a las instituciones a responder con transparencia. Esa masa crítica de electores, si se moviliza, vuelve insuficiente la aritmética de los conflictos y restituye la autoridad derivada del sufragio.
Pero votar no basta: la salida requiere de controles claros, procesos auditables, observación independiente y sanciones efectivas ante irregularidades. Es necesario recuperar la idea de que las instituciones garantizan derechos y no deben convertirse en instrumentos de litigio permanente.
Si la semilla de la esperanza cae en suelo preparado -con información veraz, participación organizada y presión social legítima-, puede germinar una salida que dependa del mandato popular más que de decisiones judiciales o maniobras administrativas.
El fantasma que hoy atraviesa la escena pública es, en el fondo, la sombra de la desconfianza. Para ahuyentarlo harán falta gestos institucionales creíbles, responsables que antepongan el interés común y una ciudadanía que transforme su inquietud en vigilancia activa.
Además, el papel de la prensa, la sociedad civil organizada y los observadores nacionales e internacionales será clave para verificar procesos, denunciar irregularidades y sostener la demanda por cuentas claras. Actuar exige rapidez, transparencia, diálogo genuino y compromiso sostenido de todos los actores.