Este año, sin embargo, el coronavirus nos ha obligado a permanecer no solo en Tegucigalpa, sino dentro de las paredes de nuestra casa. Y, la verdad, está resultando un tiempo distinto, pero igualmente entrañable. Pocas veces se puede compartir la mesa, los tres tiempos, más el cafecito de la tarde, con la esposa y con los hijos; pocos días, en un año “normal” hay tiempo suficiente para platicar a fondo y conocer y reconocer los gustos, los sueños y las manías de los que más queremos. Pocas veces se puede participar del trabajo del hogar y recordar que familia es sinónimo de equipo, de tarea compartida, de corresponsabilidad ineludible.
Hemos podido dormir un poco más, toparnos en pijama en el pasillo o la cocina a horas desacostumbradas, ver películas y comentarlas a profundidad, estar en misa ante el televisor sin que nadie se distraiga, hablar por teléfono más de lo habitual con amigos y parientes, tomar una bebida espirituosa sin prisa y paladearla como rara vez.
El comedor de mi casa lo preside un pequeño crucifijo antiguo, herencia de una tía ya difunta, una escultura guatemalteca de finales del siglo XIX, restaurada nada más y nada menos que por don Tulio Velásquez, pintor, e hijo de don José Antonio, el genial primitivista. De modo que la Semana Santa en nuestra casa tiene esa presencia inevitable que nos interpela con frecuencia.
Así, van transcurriendo estos días entre pláticas y risas, actos de piedad, cocina, mesa y sobremesa, café con pan y labores domésticas. Lo que no es poco, porque todo eso significa profundizar unas raíces que luego dan seguridad, sentido de pertenencia, razón de ser y de existir. Así lo ha querido la Providencia, tratamos, pues de aprovecharlo.