27/04/2024
06:29 AM

Reflexión o perdición

Sergio Banegas

La denominada Semana Santa tiene una connotación religiosa o espiritual innegable, conmemora la última semana terrenal de Jesús, llamado el Cristo. Esa vida conspicua e inigualable vive sus últimas horas definiendo y cambiando la historia de la humanidad.

Consummatum est: consumado es, todo se ha acabado, todo se ha cumplido. Palabras más poderosas que toda la energía nuclear de las conquistas bélicas, palabras con significado más alto que el propio Everest, tan fuertes como la roca, pero tan dulces y tiernas como la sonrisa de un infante.

Se acabó la fuerza ejecutiva de la sentencia que nos conminaba a la oscuridad perenne, los grilletes y las bartolinas se convierten en papel y las fosas tienen salida al palacio de la aceptación. La ira divina ha sido satisfecha y ahora el camino nuevo y vivo tiene entrada libre para siempre.

Ante ello el humano solo tiene dos caminos posibles: la vía de la reflexión que debe encaminarlo al arrepentimiento y consecuente cambio de conducta; o se enfoca en lo banal y superficial de lo domestico que puede llevarlo a perder lo realmente importante de la época. No podemos lavarnos las manos cual Pilatos contemporáneos, debemos decidir qué hacer con este Cristo.

Es así que el centro no es la playa ni el centro turístico, es la introspección profunda que nos debe encaminar a responder las preguntas esenciales de la vida: ¿estoy listo para la eternidad? ¿Estoy viviendo una existencia con significado de acuerdo a mi propósito?

Ello por supuesto no es una imposición para el hombre, es parte de su libre albedrío reflexionar acerca de la vida más allá de lo evidente, más allá de lo que vemos, oímos y palpamos. La eternidad de hecho, esta inserta en el corazón humano haciéndole saber que hay algo más después de la tumba fría.

Asumamos pues que somos el Caifás moderno que hemos sido liberados por el inocente que ha tomado nuestro lugar, el limpio tomando la suciedad, el perfecto adoptando nuestras imperfecciones, y el pulcro cargando nuestras inmundicias. ¿Habrá algo más que decir? Quizás solo reconocer con certeza lo que el soldado romano expresara con asombro: este verdaderamente era el Hijo de Dios.