Perder forma parte de la gramática de la existencia. Ninguna vida humana se escribe solo con verbos de conquista. Hay etapas que se borran, amistades que se enfrían, seguridades que se desmoronan. Cada persona, antes o después, se asoma al abismo de la pérdida: una despedida, una renuncia, una puerta que ya no se abre. Sin embargo, el drama no está en perder, sino en no saber qué hacer con lo perdido. Jesús no prometió una vida libre de ausencias, más bien enseñó que solo quien acepta perder puede ganar lo que permanece. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Esta es una paradoja luminosa. Lo que parece destrucción se convierte en parto. Lo que muere, fecunda. Lo que se entrega, resucita. En su propio camino, Jesús perdió prestigio, amigos, fuerzas y hasta el consuelo del Padre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Pero no se perdió a sí mismo. En la obediencia descubrió la plenitud. La cultura actual no tolera el vacío. Nos empuja a llenar cada silencio, a reponer de inmediato lo que se va, a sustituir lo que duele. Y sin embargo, solo quien se atreve a quedarse en el umbral de la pérdida puede escuchar lo que ella revela.
Perder es una forma de purificación: nos arranca las falsas seguridades, nos devuelve a la humildad del comienzo, nos enseña que nada nos pertenece. En ese despojo, el alma se vuelve ligera, y lo esencial deja de ser invisible. Hay pérdidas que no se eligen: la muerte, la traición, el paso del tiempo. Pero también existen las pérdidas que nacen de la libertad: cuando uno decide soltar aquello que ya no nutre, o cuando se renuncia a tener siempre la razón. Ese dejar ir voluntario es una de las formas más altas de amor. El ego colecciona; mientras el espíritu ofrece. Jesús no acumuló seguidores, sino que dio sentido. No edificó templos, sino relaciones. Su vida fue una continua kenosis, un vaciamiento que culminó en la cruz. Pero en ese abismo floreció el Reino. Por eso, aprender a perder no es un ejercicio de resignación, sino de confianza: la fe consiste, muchas veces, en seguir creyendo cuando todo parece restar. Aprender a perder sin perderse implica no dejar que la herida defina la identidad. Muchos viven instalados en la nostalgia de lo que ya no son o en la queja por lo que no fue. Pero el Evangelio invita a otra mirada: la pérdida no marca el final de la historia, sino el inicio de una transformación. A veces Dios nos quita lo que amamos para que aprendamos a amar sin poseer.
El alma madura cuando se convence de que no todo vacío necesita llenarse; algunos deben simplemente contemplarse. Desde esa serenidad brota una libertad nueva: la de quien no teme quedarse sin nada porque ha descubierto que tenerlo todo no garantiza la plenitud. Lo que permanece no se compra ni se conserva; se recibe. Y eso solo ocurre cuando las manos, antes llenas, se atreven a abrirse. Quien aprende a perder sin perderse no vive menos: vive más liviano, más profundo, más verdadero. Porque ha entendido que lo esencial nunca se pierde, solo cambia de forma. Porque en el fondo, perder es otro modo de aprender a confiar en que Dios no se deja vencer ni siquiera por nuestras ausencias y carencias.