Anocheció rápidamente y después de un largo día de conversaciones sobre múltiples temas, de redescubrir que aquella amistad era algo inmensamente valioso para ambas, nos despedimos.
Yo me encontraba de visita en su país, una tierra querida que guardo con especial afecto en mis recuerdos.
Nos despedimos con un abrazo y con la promesa de que guardaríamos aquella hermosa amistad para toda la vida, pensando en que llegaríamos a la vejez y mantendríamos el vínculo a pesar de la distancia. No volveré a verla más y tampoco podré conversar con ella, más allá de lo que mis sueños me permiten.
Aún ahora, que han pasado más de cuatro años de su partida, sigo extrañando la calidez de sus palabras y hago acopio de los recuerdos de los momentos compartidos deseando que allá donde se encuentra, sepa que siempre habrá un lugar especial para ella en mi corazón.
Con el correr del tiempo he revivido una lección añeja, que me sacudió cuando falleció mi padre hace más de 25 años. Cuando él se fue, no solamente me invadía la tristeza por los momentos compartidos que no volverían, sino por todo lo que no íbamos a poder vivir juntos.
En los primeros meses desde la despedida a mi padre pensaba que el dolor no acabaría nunca... y quizás eso ha sido verdad hasta cierto punto. Sí, el dolor sigue estando allí, pero de otra manera, transformada, haciéndome comprender un versículo bíblico que señala: “El amor nunca muere” y que está escrito en su lápida.
En ese sentido, cuando perdemos a un ser amado, el dolor está asociado con el amor. También pasa con la amistad, que es una manifestación del amor y por lo tanto, no muere.
Con el correr del tiempo, aprendemos a ver las cosas desde otra perspectiva y el dolor de antaño que parecía paralizarnos o desarticularnos, es un acompañante conocido que nos ayuda a comprender la propia fragilidad y a ver la vida como el trayecto que es hacia nuestro propio destino.
Aprendemos a aceptar que somos seres efímeros aquí en la tierra y que lo más valioso que podemos tener son todas las experiencias compartidas y el amor que cultivamos.
Sí, el amor nunca muere y en ocasiones se esconde detrás del dolor, también hay que aprender a buscarlo y a aceptar que es parte de la vida.
La aceptación es algo más que resignación, es admitir que la incertidumbre es inherente al ser humano y que en medio de ella es grandioso coincidir con aquellas personas que nos inspiran amor y amistad.
En las cercanías del Día del Amor y la Amistad es importante reconocer que ésta debe ser algo más que una celebración frívola. Es un momento para pensar en que el amor es lo que nos hace trascender y que, a pesar de la inevitable muerte, podamos seguir vivos a través del afecto de otras personas.
De vez en cuando vuelvo a recordar cuando mi gran amiga, a lo lejos, levantó su mano para darme el último adiós que yo vería de ella, aunque en aquél entonces estaba muy lejos de saberlo.
El dolor de antaño ha madurado conmigo y he comprendido que esa imagen se trata solamente de un “hasta luego”; mientras tanto, el recuerdo de aquella amistad entrañable encierra uno de los tesoros más grandes de mi vida y despedirse es solo una etapa más.
Ahora, con el correr del tiempo y el sinnúmero de reflexiones, he comprendido aquella frase escrita en piedra: El amor nunca muere, solo se transforma.