Yo ni siquiera había nacido cuando cierta figura ya llenaba pantallas con su estilo frenético y su habilidad para robar cámara. Décadas después, el escenario cambió, pero el personaje no. Lo curioso es que seguimos viéndolo actuar, solo que ahora el teatro es el país entero y el libreto, la política.
Hay personajes que confunden protagonismo con liderazgo. Piensan que gobernar es tener audiencia, que convencer es lo mismo que entretener.
En su mente, cada conflicto es un set de televisión, cada aliado es un invitado temporal y cada ruptura es un nuevo episodio de drama nacional. Lo trágico es que muchos aún lo aplauden, sin notar que lo que comenzó como discurso se ha vuelto rutina, y lo que alguna vez fue carisma hoy es simple adicción al reflector.
Durante más de una década ha cambiado de papeles con la misma facilidad con la que cambia de guion. Un día promete “salvar al país”, al siguiente acusa traición y luego reaparece bajo otro color, otra bandera y otro libreto. Sus seguidores lo justifican como estratega; sus detractores, como improvisador.
Pero la verdad es más incómoda: no hay estrategia posible cuando el ego dirige la escena. No es raro verlo despotricar contra quienes hace un año llamaba aliados, ni escucharlo ofrecer planes que no pasan de frases sueltas.
En el mundo real, esa volatilidad es peligrosa. Pero en su universo basta con un micrófono para convertir la confusión en show y el fracaso en culpa ajena. El país no necesita más protagonistas que olvidan su papel.
Necesita gestores que sepan cuándo hablar y, sobre todo, cuándo escuchar. Porque un líder sin coherencia deja de ser guía para convertirse en caricatura. A las puertas de las elecciones vale recordarlo: no ir a votar es dejar que otros elijan por usted. No se trata de creerles a todos, sino de observar, cuestionar y votar con memoria.
No hay candidato perfecto, pero sí hay señales claras de quién representa estabilidad y quién vive del espectáculo. Votar es el único acto que no puede delegarse, ya que en política la abstención también tiene consecuencias, y ahí está el punto: cuando un personaje ya no distingue entre escenario y nación, entre espectáculo y responsabilidad, deja de ser político. Se convierte, sin darse cuenta, en lo que más temía: un comediante involuntario.