El martes pasado, por orden del gobierno del presidente Donald Trump, comenzó a pintarse de color negro el muro fronterizo entre Estados Unidos y México, con la intención de que el nuevo tono aumente la temperatura de su estructura metálica. Una medida antihumana y paranoica contra la emigración indocumentada. Esta muralla divisoria entre ambos países del norte, en sus 31 años desde el inicio de su edificación, no ha logrado los objetivos de controlar la emigración de personas procedentes de Latinoamérica, en especial de sus vecinos mexicanos.
En 2017, el presidente Trump firmó la Orden Ejecutiva 13767 para la construcción de este muro fronterizo, que hasta finales del año 2024 alcanzaba 1,023 kilómetros. Sin embargo, la frontera entre México y Estados Unidos tiene un total de 3,141 kilómetros, siendo una de las más transitadas del mundo.
Reza el antiguo adagio: “por unos pagan todos”. La emigración es un derecho natural de los seres humanos, pero también hay que reconocer que existen derechos y deberes establecidos en las leyes de las naciones.
En el caso de Estados Unidos, país con una población aproximada de 340 millones en 2025, su historia está marcada —y lo sigue estando— por la diversidad de raíces culturales.
La propia familia del presidente Trump tiene orígenes británicos, escoceses y alemanes, entre otros. Siendo el éxito de esta primera potencia del mundo el estar conformada por 50 estados y nacionalidades multiculturales, contar con la primera constitución moderna desde el año 1787 y con la sede principal de la Organización de las Naciones Unidas, encargada de los derechos humanos.
Con ese muro negro y caliente de Trump, los emigrantes deben de pensarlo mejor antes de partir de un país llamado Honduras.