Desde siempre, eternamente, Dios pensó y soñó en ti para que fueras consagrado e irreprochable en su presencia. Y cuando te creó, te hizo a su imagen y semejanza, y quiso que fueras perfecto como Él lo es. Te dotó de dones espirituales y te hizo su hijo adoptivo y te amó y te ama como a Jesucristo. Luego envió a su hijo encarnado para salvarte del pecado y de la muerte eterna. Y él quiere que tú lo contemples.
Construye tu monasterio interior y busca dentro de ti la presencia insondable, maravillosa y sublime de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Siempre intenta volver a tu centro, donde podrás contemplar la belleza del Señor. Tú puedes ser contemplativo. Esto no está reservado para algunos, como si Dios creara cristianos de segunda categoría. Toda persona con fe y en el marco del silencio y la soledad puede ir contemplando el misterio santo de Dios en el fondo de su ser, porque en lo más profundo de ti está Dios, quien te sostiene vivo y está en tu ser por pura gracia, por su infinita misericordia, incorporándote al misterio de la Santísima Trinidad.
María Santísima, mujer contemplativa. Es en el marco de esa adoración continua del misterio de Dios en su alma que María recibe el anuncio del Ángel y concibe en su seno al Salvador del mundo. Acostumbrada a vivir dentro de sí, en su “monasterio interior”, ya que “guardaba todo en su corazón”, María se gozaba de contemplar la presencia amorosa de Dios que la invitaba siempre a una mayor profundización en El. Cuando recibe la presencia en su vientre de la segunda persona de la Santísima Trinidad, esa contemplación se hace tan íntima, porque ya es su cuerpo quien está gestando, nutriendo, haciendo crecer al hijo de Dios hecho hombre. Lo que se realiza en ella no tiene comparación alguna y nadie puede imaginarse lo que ella sintió. Ella está alimentando, cobijando, protegiendo en su seno al Salvador. Fue sagrario viviente de Jesús.
No hay santidad sin contemplación del misterio de Dios. La santidad no es un patrimonio exclusivo de algunos, sino un derecho y un deber de todo cristiano. Aspirar a lograr subir a las altas cumbres de la perfección en medio de nuestras limitaciones y defectos, es un deseo sano. Hay muchas maneras de contemplar la presencia de Dios en el alma, pero siempre se necesitan dos grandes aliados, la soledad y el silencio. En esta cultura tan ruidosa, donde estamos bombardeados por los medios de comunicación masivos y la tecnología tan diversa y compleja que quiere mantenernos siempre “conectados”, cuesta mucho encontrar el silencio necesario para meterse dentro de sí y escuchar en el fondo del alma la voz de Dios. Tanto ruido aturde, deshumaniza, y debilita al alma, haciéndonos vulnerables a cualquier manipulación de fuerzas extrañas. Necesitamos hacer silencio, tanto fuera de nosotros mismos, como dentro de nuestro ser, para poder saborear esa presencia santa de Dios.
Pero hay que subir la montaña elevada, apartarnos del mundanal ruido, como hizo Jesús con Pedro, Santiago y Juan. “Delante de ellos se transfiguró; su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él... Una nube luminosa les hizo sombra y de la nube salió una voz que decía: Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo”, (Mt 17, 2-5). Realmente no hay nada bueno que no se haya hecho con esfuerzo y más aún en la vida espiritual. Hacerse violencia interior para ir escalando la cumbre y encontrarnos con el Señor, pero recordando, que para que sea experiencia realmente cristiana, hay que bajar de nuevo para estar con la gente y servirla. Es entonces una dialéctica de subir y bajar continuamente, ya que Cristo está en la cumbre esperando para adorarlo y abajo en los demás, para servirlo.
Y recuerda que estás siempre en el pensamiento de Dios. En ningún momento Dios deja de contemplarte y amarte. Continuamente te está diciendo: “Mi hijo querido, mi hija querida” y se goza viendo cómo cumples su voluntad. Te sigue bendiciendo y aunque lo niegues su amor es incondicional. Y espera siempre, si le has dado la espalda, que vuelvas a su corazón, igual que el hijo pródigo. Por lo que la mejor manera de responderle al Señor es dejar atrás todo lo malo y estar continuamente subiendo la montaña para contemplarlo. Eso implica aliarnos con el silencio y la soledad y desde allí meternos en nuestro monasterio interior para vivir más intensamente su presencia, gozándonos de su misericordia con la fe de que con él somos invencibles.
