Yo era el editor de los artículos de opinión en “The Wall Street Journal” durante el punto máximo del escándalo Whitewater. Publicamos una serie de artículos de investigación que “plantearon cuestionamientos graves” (como decimos en el negocio de los escándalos) sobre cosas nefarias que se pensaba que los Clinton habían hecho allá en Arkansas.
Ahora, confieso que no podía seguir todos los alegatos reales que se hacían en esos ensayos. Sin embargo, sí recuerdo la intensa atmósfera que generó el escándalo. Una serie de revelaciones explosivas que salieron en los medios, que parecieron monumentales en ese entonces. Se nombró a un fiscal especial y se esperaba que se levantaran cargos. La especulación se convirtió en deporte nacional.
En retrospectiva, Whitewater parece exagerado. Y, con todo, es necesario confesar que, al menos hasta ahora, el escándalo Whitewater fue muchísimo más sustancial que el de la colusión con Rusia que ahora se ha apoderado de Washington.
Podría ser que todavía estuviera al llegar una gigantesca revelación. Sin embargo, según como ha evolucionado la historia Trump-Rusia, es impresionante qué tan poca evidencia hay de que haya ocurrido algún delito subyacente; de que hubiera alguna colusión real entre el equipo de campaña de Donald Trump y los rusos. Pareciera que todo se está filtrando de este gobierno, pero hasta ahora son exiguas las filtraciones sobre una colusión real.
Hubo algunas reuniones entre funcionarios de Trump y algunos rusos, pero, hasta ahora, nada más de lo que se esperaría de un equipo de campaña que estuvo pública y orgullosamente a favor de Putin. Y, hasta ahora, nada que sepamos de estas reuniones demuestra o siquiera indica que hubo alguna colusión.
No estoy diciendo que no debería haber una investigación de los vínculos potenciales entre Rusia y Trump. El ataque de Rusia contra la democracia estadounidense fue verdaderamente atroz, y si la gente de Trump estuvo involucrada, eso sería traición. Estoy diciendo primero que no nos adelantemos y presumamos que existe este vínculo.
Segundo, hay una cierta conciencia perturbadora sobre todo este asunto. Es decir, como lo expresó Yuval Levin, una investigación sobre sí mismo. Los escépticos de Trump dentro del gobierno hicieron un campo minado legal a todo el derredor del presidente y, luego, Trump – al ser Trump – pisó con fuerza por todo el campo explosionándose en seis formas desde el domingo.
Ahora, claro, Trump no debería haber tuiteado sobre las grabaciones de la Oficina Oval. Claro que no debería haber despedido a Comey.
Sin embargo, aun si se tomara de modelo a los presidentes modernos – un Abraham Lincoln contemporáneo – y se le dirigiera un equipo de fiscales democráticamente no supervisados, con financiamiento infinito, y se les diera el poder te citar a su personal y buscar por debajo de todas las piedras, relacionadas y no relacionadas, en un intento por derribarlo, existe una muy buena posibilidad de que se pudiera incitar hasta a este moderno parangón para que quisiera contraatacar. Se le pondría incitar incluso a él para que hiciera algo que tuviera el tufillo de la obstrucción.
Simplemente, hay algo inquietante cada vez que nos vemos remplazando a la política de la democracia con la política del escándalo. En la democracia, los problemas cuentan y se trata de ganar mediante la persuasión. Se reconoce que los oponentes son legítimos, que siempre estarán ahí y que es inevitable cierta forma de compromiso.
En la política del escándalo, al menos desde Watergate, no es necesario participar en la persuasión, ni siquiera hablar sobre los problemas. Las victorias políticas se ganan cuando se destruye a los oponentes políticos atrapándolos en alguna ofensa. A uno lo seduce la deliciosa posibilidad de que el oponente sea eliminado. La política se trata, simplemente, de la superioridad moral y la destrucción personal.
La política del escándalo es deliciosa para los noticieros de la televisión por cable. Es difícil conseguir buenos índices de audiencia arguyendo sobre la legislación del seguro médico. Sin embargo, es fácil hacerlo si se es un tribunal televiso glorificado, si cada olorcillo a humo de escándalo genera horas de una intensidad de “últimas noticias” y un diluvio de especulación de apuestos ex fiscales.
La política es grandiosa para esas fuerzas responsables de que la vida estadounidense gire en torno a los abogados. Le quita el poder de las manos a los electores y funcionarios elegidos para ponerlo en las de los fiscales y abogados defensores.
La política del escándalo abre brechas en toda la sociedad. Los escándalos arrasan con las elites políticas. A la mayoría de los votantes realmente no les importa.
Donald Trump surgió pregonando la política del escándalo - ajeno a las políticas públicas, difundiendo alegatos dementes sobre las actas de nacimiento y otras cosas -, así es que quizá solo es que se lo traga todo eso. Sin embargo, francamente, en mi lista de razones por las que Trump no es apto para la presidencia, la historia de la colusión con Rusia clasifica en el número 971, muy por debajo de, por ejemplo, las formas perfectamente legales con las que se postra ante rufianes y debilita las normas del comportamiento democrático.
Las personas que publicitan la política del escándalo no hacen que el gobierno de Estados Unidos sea más puro. Merecen parte de la culpa por un gobierno demasiado distraído para hacer su trabajo, por una cultura política que es tanto más superficial como más repugnante, y por promover un proceso que parece un juego elitista de hacer caer en la trampa.
Las cosas andan tan mal que voy a tener que darle la última palabra a Trump. El 15 de junio tuiteó: “Inventaron una colusión falsa con la historia rusa, encontraron cero pruebas, así es que ahora van por la obstrucción de la justicia sobre una historia falsa”. A menos de que haya alguna revelación nueva, eso puede resultar ser un comentario bastante preciso.
