24/11/2025
09:07 PM

Cuando los hijos crecen

Roger Martínez

Mi hijo menor, Josemaría, cumplió quince años el pasado domingo. Como se imaginarán, el hecho de que el más pequeño de la familia abandone la niñez produce cierta desazón, porque se cierra una etapa que comenzó cuando nació Marcelo, mi hijo mayor, que ya tiene 33, y bien atrás han quedado las piñatas, las clases de karate y las salidas siempre juntos.

Y aunque se tenga clara conciencia de que el paso de los días y los años no puede detenerse y de que los hijos crecen, maduran y, tarde o temprano, se van, no por eso desaparece la añoranza de bebés entre los brazos, de sus primeros pasos, del primer día de escuela, de la ya lejana Primera Comunión.

Sin embargo, los padres no debemos olvidar que hay unos deberes que no caducan, que se mantienen vigentes, a pesar de los años o las distancias. Primero, hoy más que nunca, estamos obligados a continuar siendo sus primeros referentes. El ejemplo de una vida honrada, de una conducta rectilínea, aparte de ser la mejor herencia, es fundamental. Por eso los adultos tenemos que comportarnos de modo tal que nuestra huella vital no sea motivo de vergüenza y que nuestro nombre sea pronunciado no solo con satisfacción, sino con sano orgullo. Hipotecar la buena fama de un apellido es algo que debemos evitar, más por ellos que por nosotros.

Luego, tenemos que mantener una discreta disponibilidad. Digo discreta porque, por su propio bien, es necesario que sepan resolver sus propios problemas y encarar sus personales dificultades, pero con la certeza de que papá y mamá están dispuestos a sugerir, a asesorar, a aconsejar, sin suplir, sin ahogar, sin cortas alas, sin limitar el ejercicio de la individual libertad.

Cuando los hijos crecen, los padres no tenemos otra alternativa más que ubicarnos al costado de su camino para que ellos sean protagonistas de su propia tragicomedia. Porque seguro que la vida les brindará gozos y dolores, alegrías y penas, triunfos y frustraciones. Para entonces es posible que los padres ya no estemos o que lo único que podamos hacer es musitar muchas oraciones para que no sufran tanto y para que tengan la fuerza para sobreponerse después de cada golpe.

Definitivamente, no hay pasión humana más intensa que el amor por los hijos. Por ellos somos capaces de llegar a la orilla misma del infierno. Por ellos no hay nada que no seríamos capaces de hacer. Gracias a ellos entendemos conceptos como renuncia, sacrificio o generosidad verdadera.