12/01/2025
10:02 PM

Ausencia de Mimi Panayotti

Juan Ramón Martínez

La muerte de colegas nos afecta, aunque algunos no lo confiesen. Sus muertes son las nuestras. Y la forma como concluyen sus labores periodísticas tienen directa ejemplaridad. Roberto Ordóñez dejó en manos de Adán Elvir la columna que quería que publicaran después de su muerte. Y Mimi de Panayotti anunció pocas semanas antes de fallecer en San Pedro Sula, su retiro, haciendo un resumen de sus cuarenta años de escribir en Diario LA PRENSA.

Cuando lo leí estuve a punto de criticarle, porque creo –o creía hasta entonces– que un escritor solo deja de escribir cuando la muerte se lo impide. No sabía que Mimi Panayotti estaba enferma y que enfrentaba con paciente fe católica, el fin de sus días. Por suerte no lo hice. Y no corrí el riesgo de hacer el ridículo en la defensa de un oficio que ingrato y solitario, en mi caso por lo menos, nos mantiene vivos. Y nos ayuda a morir con dignidad. Como corresponde a los hijos de Dios.

A Mimi Panayotti la vi pocas veces. La que más recuerdo fue en el siglo pasado cuando se le hizo un homenaje a su hermano César Nasthas y me invitaron los organizadores a pronunciar el discurso laudatorio. El encuentro fue muy rápido. Sin embargo, aprendí a conocerla leyendo sus columnas en LA PRENSA. Aquí mostró su constancia y disciplina. Y sus convicciones morales y éticas, alimentadas en una formación católica, muy bien perfilada, tanto en el interior de su hogar como en las instituciones en las cuales se formó. Es decir que el conocimiento de su personalidad es fruto de la lectura de sus columnas en donde aprecié la hondura de sus reflexiones, su capacidad magisterial para volver sencillos, planteamientos teológicos complejos, en los que noté siempre su formación católica, sus dotes intelectuales y su habilidad para la escritura en la cual, no hay rebuscamientos, sino que naturalidad abundante, fresca y esperanzadora. En la forja del estilo, el camino está lleno de trampas. Al principio, la inseguridad nos hace complicados en las oraciones y muy diluidos en las afirmaciones. Con los años, el estilo se depura y abandonamos los ripios y la cohetería barata. En el caso de Mimi Panayotti, en cambio, no noté este aprendizaje. Leyéndola, creo que ello se debió a que hizo su formación universitaria, una vez que era una mujer madura, católica firme, forjada en lecturas prolijas sobre las verdades eternas de la teología cristiana. Por ello, su discurso es diáfano, su palabra es fraterna y sus invitaciones a la acción de encuentro con la realidad, muy precisas y directas. Fue una columnista muy completa. No se imaginó maestra de nadie; y, sin embargo, hizo de sus columnas semanales, un magisterio relevante que las nuevas generaciones de comunicadores deben valorar oportunamente.

Su muerte, que ha afectado como es natural a sus familiares, amigos y admiradores, crea un gran vacío en la página editorial de LA PRENSA. Sus tranquilas reflexiones, las recomendaciones con olor a hogar integrado, familia completa y amor a Honduras, constituyeron durante muchos años el pan que alimentó las esperanzas de muchos de nuestros lectores. Mimi Panayotti estuvo consciente de su magisterio que cumplió, con ejemplar dedicación. Fiel a su magisterio maduro, mantuvo una llama de esperanza en todos los que le leyeron. Cercana, fácil, accesible y siempre dispuesta a escuchar sugerencias y recomendaciones. Hasta el final. Por ello, sabiendo que el fin estaba cerca, se retiró, con una despedida normal, en la cual no hubo reclamo ni petición alguna. Apenas -es lo que sentí- un adiós sencillo, mientras cerraba la puerta al encuentro personal con el Creador.

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