29/03/2024
01:07 AM

A propósito del Día del Idioma

Roger Martínez

El pasado sábado 23 celebramos en los países de habla hispana el Día del Idioma, y, en el mundo entero, el Día del Libro.

Como profesor de español, siempre me ha llamado la atención, y causado cierta tristeza, que cuando se hace una encuesta entre los alumnos, sobre todo los de secundaria, sobre las materias que más se les dificultan, y que, por lo mismo, les resultan aborrecibles, la consulta concluye en que tanto las matemáticas como las clases de lengua ocupan los primeros lugares. Y yo, para quien las ecuaciones constituyen aún un impenetrable misterio, entiendo y comparto lo de las matemáticas, pero no entiendo cómo el estudio del instrumento de comunicación cotidiana, tan importante para nuestra vida ordinaria y sin el cual ni pensar podríamos, comparte tan deslucido puesto en el elenco de los cursos que es obligatorio tomar para cursar estudios primarios y secundarios.

Para mí, tanto los estudios lingüísticos como literarios son motivo de fascinación. Conocer los mecanismos internos de la lengua que hablamos y escribimos tantos millones de personas alrededor del mundo; reconocer su construcción lógica y la belleza de sus giros y su amplísimo vocabulario, no deja de entusiasmarme; encontrarme con un térmico desconocido, con un arcaísmo, con una variante dialectal, no deja de sorprenderme gratamente y me hace sentir como si estuviera ante un mar sin orillas.

Y de la creación literaria, ni hablar. Leer es viajar sin moverse del sitio en que uno se encuentra, descubrir mundos y culturas diversos, retar la imaginación, enriquecerse por dentro, poner a prueba nuestra manera de concebir la realidad, etc., etc., etc.

De ahí que no dejo de extrañarme ante el rechazo bastante generalizado de la clase de español; me resulta incomprensible que la gente joven deteste, incluso, el estudio de su lengua. Y, reflexionando sobre el asunto, he llegado a mis propias conclusiones; conclusiones totalmente personales, pero que se basan en comentarios escuchados a los mismos estudiantes y en cierta detenida observación sobre el señalado fenómeno.

La primera, y quizá la más importante a la que he llegado, tiene que ver con la pasión que tiene el docente de lengua y literatura por la ciencia que le toca explicar a los alumnos. Nadie puede dar lo que no tiene, y, si el mismo profesor no se siente fuertemente atraído por la historia del español, por la etimología de sus palabras, por las raíces griegas o latinas que les dieron origen, por sus manifestaciones literarias, poco entusiasmo pondrá en la labor y se conformará con repetir lo que digan los libros de texto y terminará torturando a sus discípulos con reglas gramaticales sin fin y con lecturas aburridas e indigeribles para sus edades. Sobre las otras conclusiones personales a las que he llegado, escribiré en otro momento. Feliz Día del Idioma. Que esta celebración debería ser permanente.