The New York Times
Por: Andreas Reckwitz/The New York Times
Durante siglos, el progreso funcionó como el credo laico de Occidente, y las sociedades occidentales se definieron por la convicción de que el futuro debía eclipsar el presente. Esta fe optimista no era meramente cultural o institucional, sino abarcadora: todo iba a mejorar. En esta forma de pensar, no había lugar para la pérdida.
Hoy, esa creencia se ve profundamente amenazada. La pérdida se ha convertido en una condición omnipresente de la vida en Europa y Estados Unidos. Conforma el horizonte colectivo con más insistencia que en cualquier otro momento desde 1945, impactando la vida política, intelectual y cotidiana. La pregunta ya no es si la pérdida puede evitarse, sino si las sociedades cuya imaginación está ligada a “mejor” y “más” pueden aprender a soportar “menos” y “peor”. La respuesta a esta pregunta determinará la trayectoria del siglo 21.
La pérdida más dramática es la ambiental: aumento en las temperaturas, clima extremo, desaparición de hábitats y la ruina de regiones enteras. Aún más amenazante que el daño presente es la anticipación de la devastación futura —conocida como duelo climático. Y las propias estrategias de mitigación prometen pérdidas: un alejamiento del estilo de vida consumista del siglo 20, antes celebrado como el sello distintivo del progreso moderno.
Los cambios económicos también han traído pérdidas. Regiones que antes se caracterizaban por la prosperidad —las minas de carbón del norte de Inglaterra, las pequeñas ciudades de Francia, el este de Alemania— ahora están en declive.
El optimismo de mediados del siglo 20, cuando la movilidad ascendente parecía lo natural, se ha convertido en un interludio histórico. La desindustrialización y la competencia global han dividido a las sociedades en ganadores y perdedores, y amplios segmentos de la clase media ven erosionada su seguridad.
Guerra fría
En Europa, una proporción cada vez mayor de la población está entrando a la edad de jubilación, mientras que la proporción de colegas más jóvenes continúa disminuyendo. Junto con la pérdida de optimismo, la vejez enfrenta a una gran parte de la población —y a sus familias— a experiencias viscerales de pérdida.
En toda Europa y EU, las infraestructuras públicas se han debilitado. Los sistemas educativos en Estados Unidos, el servicio de salud en Gran Bretaña y las redes de transporte en Alemania se han visto bajo presión, alimentando las dudas sobre la capacidad de la democracia liberal para sostenerse. La escasez de vivienda y la grotesca dinámica de precios, especialmente en las áreas metropolitanas, generan una grave inseguridad y temores de movilidad descendente en gran parte de la clase media.
Y luego están las regresiones de la geopolítica. Se ha derrumbado la expectativa post Guerra Fría de que la democracia liberal y la globalización avanzarían sin oposición. La guerra de Rusia en Ucrania, la asertividad autoritaria de China y el repliegue de las instituciones multilaterales señalan la erosión de un orden liberal que otrora se creía irreversible. Se avecina una sensación de retroceso histórico: el regreso de la rivalidad y la violencia. Esto también se experimenta como pérdida —una pérdida de confianza y seguridad.
El ideal de la sociedad moderna es estar libre de pérdidas. Esta negación es la mentira fundacional de la modernidad occidental.
Sin embargo, ocultarlo se ha vuelto imposible. Las pérdidas se multiplican y atraen la atención, mientras que la fe en el progreso flaquea. Una vez que las sociedades dejan de creer que el futuro será inevitablemente mejor, las pérdidas parecen más graves. Pronto, las pérdidas comienzan a parecer irreversibles. Esto constituye la base de la crisis actual. Al contradecir la experiencia de la pérdida la promesa moderna de un progreso interminable, prevalece un sentimiento general de agravio.
En este contexto, el auge del populismo de derecha cobra sentido.
El populismo, ya sea en Europa o en EU, apela al miedo al declive y promete restauración. Canaliza la ira por lo desaparecido, pero sólo ofrece ilusiones de recuperación. La pregunta crucial, entonces, es: ¿Cómo lidiar con la pérdida? ¿Existe una alternativa tanto a la política populista como a una creencia ingenua en el progreso?
Una respuesta es la política de la resiliencia. Esta estrategia parte del supuesto de que, aunque los acontecimientos negativos son inevitables, es posible una protección relativa. El objetivo es fortalecer las sociedades para que sean menos vulnerables —fortalecer los sistemas de salud, garantizar la seguridad global, estabilizar los mercados inmobiliarios y defender las instituciones de la democracia liberal.
Una segunda estrategia es la revaluación de la pérdida como ganancia potencial. Ha surgido la idea de que ciertas pérdidas pueden liberar en lugar de empobrecer. ¿Fue el estilo de vida basado en combustibles fósiles verdadero progreso, o un callejón sin salida de destrucción disfrazado de avance? ¿Podría su abandono permitir formas de vida más ricas, menos frenéticas y más sostenibles?
Una tercera estrategia aborda la relación entre ganadores y perdedores en las sociedades occidentales. Si las pérdidas económicas y ecológicas se acumulan principalmente en ciertos grupos —los pobres, los menos educados, los marginados— mientras que otros permanecen aislados, surgen profundos problemas. Una redistribución tanto de las ganancias como de las pérdidas se vuelve, por justicia, necesaria.
También debe haber una estrategia final: el reconocimiento y la integración. Este enfoque insiste en que la pérdida no debe negarse ni absolutizarse. La negación produce represión y resentimiento. La integración significa integrar la pérdida en las historias de vida individuales y las narrativas colectivas, haciéndola soportable sin trivializarla.
Si las democracias liberales siguen prometiendo mejoras sin fin, alimentarán la desilusión y fortalecerán los populismos que prosperan gracias a las expectativas traicionadas. Pero si las democracias aprenden a articular una narrativa más ambivalente —una que reconoce la pérdida, enfrenta la vulnerabilidad, redefine el progreso y busca la resiliencia— paradójicamente podrían renovarse.
Andreas Reckwitz es profesor en la Universidad Humboldt, en Berlín, y autor de “Loss: A Modern Predicament”. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.
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