Afuera del muro, los niños corretean en la calle y el sonido de sus risas se mezcla con el ladrido de los perros. La rutina del día a día absorbe a todos en la comunidad San Vicente de Paúl, sector Calpules, de San Pedro Sula.
Todo ese bullicio se detiene frente a un portón negro de unos seis metros de largo. Ahí es la entrada a otro mundo. No hay niños jugando y Darcy, la perra que resguarda el sitio, pareciera entender el dolor de los enfermos de VIH.
En el hospicio San José el silencio acompaña a los pacientes, la mayoría viviendo los últimos días de su vida.
Las imágenes del Vía Crucis marcan el camino hacia la sala de velatorios, la capilla, las habitaciones, el comedor y cada salón donde se esconden historias de abandono y muerte, pero también de entrega y dedicación.
Once años de voluntariado
Ahí, entre las paredes azules del salón de manualidades está Ligia Marina de Castellanos. Llegó al lugar por la invitación de dos vecinas. Cubrió un día en la cocina que se transformaron en 11 años de voluntariado.
Hoy, que se celebra el Día Internacional del Voluntariado y mes de la lucha al VIH, diario LA PRENSA comparte su historia de dedicación y entrega.
Ligia ha compartido tiempo, cariño y el dolor de las personas en estado terminal por enfermedades como el VIH/Sida, tuberculosis, cáncer y otros males.
Su pago: la enseñanza de vida. Sentada en una silla del salón, Ligia relata tan solo una pequeña parte de más de una década dentro de las paredes del hospicio.
Al otro lado de la pared, una de las pacientas empieza a hacer un adorno navideño. Se trata de una alumna de Ligia.
Su relato
“Hay que hacer tiempo para esto. Cuando empezamos habíamos ido creciendo rápido y llegamos a tener 18 voluntarias,
pero ahora solo somos tres.
Aquí cuidamos de 18 pacientes con Sida. También hay otros con cáncer, tuberculosis y otras enfermedades crónicas.
Para que queden internos en el hospicio se necesita que venga a dejarlo un encargado, pero a veces dicen que son sus amigos y tal vez son familiares. Dejan direcciones y teléfonos falsos y los abandonan. El 70% de los que vienen aquí con VIH
son abandonados.
Cuando ellos están en cama son cuidados por las enfermeras y cuando se recuperan pasan a mis manos, a terapia ocupacional con manualidades, bisutería y costura.
Aunque a veces se vuelven a poner mal. Es duro verlos recaer cuando ya se han recuperado. Tratamos de orientarlos para que le den amor y valor a su vida para que sigan adelante.
Hay mucha historia detrás de todo esto. Hay experiencias fuertes cuando fallecen. He visto a muchos morir y me ha tocado estar al pie de la cama. Les rezamos y oramos para que vayan tranquilos, es un apoyo espiritual y eso los fortalece y los anima.
Pero cuando muere uno, los demás internos se ponen depresivos, y dice ‘Ligia, yo voy a ser el siguiente’”.
Lección de vida
“Nadie está preparado para que le digan que está en la etapa terminal de alguna enfermedad. En mi caso es bien fuerte ver a una madre llorar por su hijo muerto, porque perdí a mi hija en un accidente hace siete años. Ella venía también como voluntaria y se encariñaba con los pacientes.
Una historia que me dolió fue la de una señora que no podía fallecer porque tenía tiempos de no ver a sus hijas. Hasta que logramos contactar al papá de las cuatro niñas para que las trajera. A los días la mujer murió.
Pero también hay satisfacción cuando vemos personas salir adelante e incluso, vivir de lo que le hemos enseñado. Tenemos una familia que al padre lo despidieron cuando se enteraron que era VIH positivo, pero ahora vive haciendo piñatas. Aquí somos una familia, uno cree que viene a darles y es al contrario, yo he aprendido bastante del voluntariado, es una lección de vida.
No comprendemos enseguida la riqueza que hay, porque sí se aprende mucho de las personas. Una de las cosas que nos fortalece y nos hace crecer como personas es el dolor, nos enseña y nos hace ser fuerte.
Todo lo que puedo aportar es gracias a Dios. No podemos decir que amamos a Dios sino amamos al prójimo.
Fui criada bajo la fe cristiana y siempre me gustó ayudar a las personas. Mi papá recogía niños de la calle y les enseñaba el oficio de la sastrería y mi abuela era muy dadivosa. De ellos tomó el ejemplo. Ahora aquí vivimos el día a día, aprendemos a ser solidarios”.
Tras concluir su relato ha recorrido el pasillo hasta llegar a la capilla, ahí permanecen dos cruces con los nombres de todas las personas que han muerto, entre las paredes del hospicio San José.
Regresamos al salón de manualidad, su alumna ya ha avanzado en el trabajo.
Concluye que esa es la satisfacción que le da el voluntariado, enseñar a otros mientras ella misma aprende a valorar la vida.
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