La aprehensión de un nuevo alcalde, sospechoso de participar en actividades ilícitas, es un hecho que debe llevar a la clase política hondureña a la reflexión, porque aunque hasta ahora la mayoría de los que han sido acusados y detenidos han resultado absueltos por falta de pruebas irrefutables, la colectividad ha comenzado a cuestionar la idoneidad de los líderes locales y los méritos que los han llevado a ocupar un cargo que, hasta ahora, ha sido honroso para cualquier ciudadano que aspirara a él.
Otro alcalde puesto tras las rejas, aunque sea temporalmente, porque se le considera partícipe de tráfico de drogas, de colusión con el crimen organizado o responsable de dirigir grupos dedicados a extorsionar a la gente honrada, es una bofetada a la confianza del pueblo que lo elevó, mediante el voto, a tal dignidad y nos hace preguntarnos con base en qué son seleccionados lo candidatos a regir las distintas comunas. Los alcaldes han sido siempre los líderes de las llamadas “fuerzas vivas”, personas a cuyo alrededor se genera la dinámica de desarrollo material y cultural de todo el municipio. Por lo anterior se exige de ellos ejemplaridad, se espera probidad y respeto a la ley.
Sin embargo, nuestro sistema político ha permitido que lleguen a esos cargos individuos que o han contribuido con la campaña de otros niveles del estamento gubernamental o con los que los partidos han tenido compromisos del diverso género.
La compleja coyuntura que el país atraviesa nos obliga a tener claridad meridiana en estos asuntos. Cuando un alcalde resulta acusado de cualquier delito no solo él padece un daño personal sino que, además de la familia, que también resulta directamente afectada en su honor, resulta perjudicado todo el cuerpo social. Ya decían los latinos “corruptio optimi, pessima”, que en español más o menos sería: no hay cosa peor que la corrupción de los mejores, y eso es tozudamente cierto. Cuando los que deberían ser ejemplares no lo son, la colectividad se desorienta; cuando los que hacen cabeza resultan ser delincuentes se genera una crisis de liderazgo y de produce desconfianza.
De toda esta situación habría que sacar dos lecciones: en primer lugar, las autoridades deben asegurarse que el nombre de los ediles acusados siendo inocentes se limpie no solo en los juzgados sino en la opinión pública, por lo que se debería realizar algún tipo de desagravio para todos ellos. En segundo lugar, los partidos políticos deben ser más cuidadosos en la selección de sus candidatos. Es una tragedia para el país que la ciudadanía desconfíe de sus líderes, por lo que estos deben ser escogidos de entre los mejores y no de entre los que pueden pagar una candidatura. Todo por el bien de Honduras.