Las últimas revelaciones sobre la participación de antiguas cúpulas policiales en el asesinato de colegas y otras personas que luchaban en contra del crimen organizado y el narcotráfico han estremecido a la sociedad hondureña.
La Policía forma parte esencial del estamento estatal, puesto que está llamada a dar seguridad en su nombre, tiene el deber de proteger a los ciudadanos. La estructura gubernamental, cada una de las Secretarías de Estado, la cámara de diputados, la Corte Suprema, el ejército, etc. existen con el propósito de organizar y así hacer posible la convivencia social, garantizar los derechos y, en especial, de aquellos más vulnerables. Cuando uno o más de estos entes dejan de cumplir su rol fundamental el Estado entra en crisis y, evidentemente, no solo pierde la confianza de la población sino también legitimidad.
La sociedad entera ve con profunda inquietud y preocupación cada uno de los hechos delictivos en los que al final resulta que uno o más policías o expolicías están involucrados. Causa desconcierto saber, para el caso, que un agente coludido con otros ha cometido un asalto, es cómplice de los extorsionadores o ha asesinado a personas inocentes. Pero el escándalo es mayor cuando es en la cúpula misma de donde salen las órdenes para los crímenes, para encubrir a delincuentes o, incluso, ser parte de mafias que, hoy por hoy, mantienen secuestrada la seguridad nacional.
Un Gobierno tras otro ha hablado de depuración policial. Pocas han sido las manzanas podridas que han podido ser separadas de sus cargos. La trama interna es tan intrincada que los resultados de los procesos de depuración han sido sumamente pobres y no han resuelto nada ni han logrado adecentar, en la dimensión que todos esperamos, la institución.
Los pasos que el presidente Hernández ha dado en procura de un país en el que los narcotraficantes y los extorsionadores no se paseen libremente por nuestras calles y carreteras han sido firmes. La valentía que ha mostrado para combatir la delincuencia es digna de elogio. Pero la gran tarea pendiente que tiene el Gobierno actual es la real y definitiva depuración policial.
No podemos seguir viviendo en un país en el que el uniforme policial cubra el crimen y el bandidaje; no es posible que la institución encargada de velar por nuestra seguridad sea la que la ponga en peligro. La cercanía de un agente de la policía debe infundir serenidad y no miedo, tranquilidad y no zozobra.
Honduras pide a gritos una nueva policía. Ya es tiempo que su voz sea escuchada.