Quienes apelan a la violencia, represión, intolerancia, confrontación en contra de quienes militan en partidos políticos distintos al de su militancia, de igual manera contra personas pertenecientes a otras etnias y culturas, y a las y los que se afilian a la diversidad sexual, deben ser objeto de repudio y sanción penal, en cualquier país y circunstancia. No deben fabricarse atenuantes para evadir la responsabilidad incurrida.
Sus excitativas a pasar de las palabras a los hechos pueden fácilmente conducir a resultados trágicos que profundizan y exacerban las diferencias existentes, pretendiendo polarizar en vez de unificar a sus semejantes, con consecuencias imprevisibles para la pacífica convivencia y la gobernabilidad, desestabilizando a tal extremo que puede desembocar en guerra fratricida en que la acción conduce, inevitablemente, a la reacción, en escaladas que desembocan en represalias, al ojo por ojo, diente por diente.
Nuestro pretérito confirma tal aseveración de manera dramática.
Este año se evoca el centenario de la guerra civil más devastadora en nuestros anales históricos: la acaecida en 1924.
Masacres múltiples: La Ahorcancina, San Juan, San Pedro Sula; La Talanquera, Santa Clara; golpes de Estado: 1904, 1956, 1963, 1972, 2009; elecciones fraudulentas.
Honduras se encuentra hoy enfrentada consigo misma, en nuevo ciclo de extremismos ideológicos conducentes a la desintegración social, al canibalismo, al hermano contra hermano.
Asimilemos los yerros del pasado para no volver a repetirlos.
Muy oportuno lo declarado por la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para la Defensa de los Derechos Humanos: “Las palabras pueden convertirse en armas y conducir a la crueldad y la violencia. La incitación al odio es un peligro para todos y combatirla es tarea de todos.”
El respeto a la heterodoxia, al derecho ajeno, revela madurez. Lo contrario evidencia inmadurez, irreflexión, revanchismo.
Se lanza la piedra y se esconde la mano, para luego intentar minimizar la gravedad de lo proferido, ofreciendo excusas infantiles.
El poder absoluto obnubila, genera arrogancia, prepotencia, arbitrariedades reñidas con la ética y la ley.
En este sentido, la Organización de las Naciones Unidas reitera la importancia de combatir todos y cada uno de esos discursos que incitan al odio, recordando que su impacto puede ser devastador para la cohesión social y los derechos humanos.