Hace hoy de ello ocho décadas, un 6 de julio de 1944, ocurrió la masacre que dejó un saldo trágico de muertos y heridos, mujeres, hombres y niños que de manera pacífica y previamente autorizada, marcharon por las calles céntricas de nuestra ciudad, exigiendo la libertad de los presos políticos y la renuncia del gobernante Tiburcio Carías Andino.
Los organizadores de tal manifestación eran opositores al régimen político que estaba en el poder desde 1933, permaneciendo en el mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente en 1936 que amplió el mandato presidencial de cuatro a seis años, avalando la continuidad del mandatario como titular del Poder Ejecutivo por un sexenio.
Un confuso incidente, tras que el recordado médico José Antonio Peraza, participante en la marcha, pidió a los manifestantes que se dispersaran, provocó la muerte del primer participante, seguida del ametrallamiento de la multitud por efectivos militares y policiales apostados en la cercanía.
El saldo de víctimas nunca se conoció con exactitud, ya fue los cadáveres fueron sepultados rápidamente en fosas comunes. Se estimó entre 50 a 80, dependiendo de la fuente informativa.
La Embajada estadounidense ordenó a su cónsul en Puerto Cortés que se desplazara al lugar de los hechos para elaborar un informe remitido al Departamento de Estado. El funcionario, luego de entrevistar a testigos oculares, concluyó que “fueron masacrados 22, ... además de muchos heridos... dos doctores que atendían a los heridos, así como tres enfermeras, afirmaron que sabían de veinte y ocho que murieron de heridas...” .
El propósito de estas líneas no es el revivir recuerdos ni pasiones, pero si el recordar a las nuevas generaciones que tales hechos, por demás dramáticos, jamás deben resultar en el enfrentamiento entre hermanos por razones de carácter ideológico y político. El diálogo permanente, la razón y no la fuerza, la convivencia pacífica, deben ser la norma cotidiana y no la excepción. Caso contrario, si la irracionalidad y el recíproco odio prevalecieran, lo acaecido hace ochenta años podría revivir y, de nueva cuenta, causar otro enfrentamiento entre bandos opuestos.
Vivimos tiempos de polarización y antagonismos que están debilitando el tejido social, fomentando la lucha de clases, con resultados imprevisibles para la gobernabilidad. El deponer cualquier actitud confrontativa compete a todos y todas por igual, si es que deseamos heredar a las próximas generaciones una Honduras de paz y no de odios recíprocos. No permitamos que intereses internos y externos nos manipulen para fines ajenos a nuestros anhelos y aspiraciones fraternas. Que nunca más Caín y Abel se conviertan en victimario y víctima.