Si hace solamente unos días conmocionó la salvajada de un conductor que, en pelea de ruta no hizo el alto, chocó con otro vehículo que iba en preferencia y arrolló a una familia que estaba en la acera matando a una niña, el martes en la carretera que de Tegucigalpa conduce la norte del país ocurrió no un accidente, sino otro salvajada en la que murieron cinco personas y once fueron trasladadas e ingresadas en el Hospital Escuela.
El relato periodístico completado con las fotografías y las infografías muestran la tragedia que se inició en un primer choque al invadir uno de los automotores el carril en dirección contraria. La atención a los heridos por personas responsables con ayuda de un policía fue comprendida por los demás choferes que a baja velocidad, casi a vuelta de rueda y con gran precaución fueron avanzando, por lo que se formó una pequeña fila.
Pero apareció el “listo” e inició el rebase invadiendo el carril contrario. Poco importaba lo que pasase, no se podía retrasar en su ruta de Comayagua a Tegucigalpa pese al riesgo de la vida de los pasajeros que transportaba, de los otros conductores o de lo que ocurriese en la carretera. ¿Accidente o cinco homicidios consumados y otros varios frustrados al violar las más elementales normas de circulación en una situación de sumo riesgo en que se estaban atendiendo a víctimas?
¿Se podrá calificar de accidente las consecuencias de las altamente riesgosas maniobras en la circulación para adelantar y de la alta velocidad en carril contrario? Es significativo, el dato de las autoridades de Tránsito: en los dos primeros meses del año se han registado más de dos mil “accidentes” vehiculares que ocasionaron 164 muertos.
Puede parecer cruel y hasta inhumano escribir números cuando de lo que se trata es de personas, con una vida e historia individual y familiar que han quedado truncadas, pero más cruel e inhumano es proporcionar autorización y vehículo a quienes sentados al volante llevan en su inconsciente el documento de licencia para matar sin que la sociedad reaccione con firmeza en proyectos de prevención, pero también de represión, exigiendo responsabilidades y haciendo que se cumplan por las vidas truncadas, por las lesiones y heridas quizás permanentes de las víctimas y los daños materiales causados.
En el valle de Amarateca, unos buenos ciudadanos cumplían con el deber de ayudar a los heridos, no eludieron su responsabilidad ciudadana, pero un homicida, violador de normas elementales de tránsito, llevó el dolor y el luto a las familias de aquellas buenas personas.