En su misericordia y soberanía, Dios decidió revelarse al ser humano de varias formas. Una de ellas es a través de sus nombres. En palabras de un autor: “El nombre de Dios es más que una manera de identificarse a sí mismo, es también una revelación de su persona y carácter”. Otro autor también menciona que desde el principio Dios se ha esforzado en revelar su naturaleza y carácter al ser humano. Desde el primer versículo de la Biblia se encuentran indicaciones, nombres o atributos suyos que nos ayudan a entender cómo es Él y cómo desea obrar en nuestra vida.
Por ejemplo, el nombre Elohim (traducido como Dios en los versículos iniciales de Génesis) nos da a entender, en su pluralidad, tanto el sentido de un Dios trino (Dios en tres personas), como la variedad de características que hay en el Dios creador y todopoderoso. O el nombre Adonai (traducido generalmente como Señor) que divulga la idea de Dios como amo, el dueño de todo.
Pero el nombre que me gustaría resaltar aquí es el nombre que Dios usó para identificarse ante Moisés cuando se le apareció en medio de un arbusto que ardía en llamas. Allí Dios le dijo que su nombre es Yo Soy. Los eruditos dicen que el idioma original (hebreo) puede traducirse también como “seré el que seré”. Una de las realidades más asombrosas comprendida en este nombre, es que Dios está más allá del tiempo. O mejor: el tiempo no le afecta en absoluto (aunque en su sabiduría Él escogió obrar dentro del tiempo).
Esta realidad es reafirmada en Apocalipsis cuando se nos dice que el Señor habló, diciendo: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin... el que es y que era y que ha de venir (1:8). En la persona de Jesús, Dios entró en el tiempo para darnos la oportunidad a usted y a mí de pasar junto con Él una eternidad sin límites de tiempo. ¡Esa es, pues, la noticia maravillosa!