Jorge Mario Bergoglio llegó el pasado lunes a Chile en medio de una enorme expectación para desarrollar una visita de Estado de un día y posteriormente una gira apostólica por las ciudades de Santiago, Temuco e Iquique.
Más de 1,500 periodistas de 40 países aguardaban el arribo del primer pontífice latinoamericano a un país en el que históricamente, y en especial durante la dictadura (1973-1990), la Iglesia se distinguió por su firme defensa de las causas sociales y de los derechos humanos.
Sin embargo, en los últimos años, la jerarquía católica se ha visto fuertemente cuestionada por las más 80 denuncias de pederastia contra miembros del clero, según datos de Bishop Accountability, una organización no gubernamental (ONG) estadounidense que recopila casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes en todo el mundo.
Este problema es una de las causas por las cuales la religión católica ha ido perdiendo terreno en un país en el que, además, cada vez está más arraigada la idea de que la sociedad y el Estado deben ser plenamente independientes frente a la influencia eclesiástica.
Un informe de la firma Latinobarómetro hecho público tres días antes de la llegada del Papa mostraba que en apenas dos décadas, la confianza de los chilenos en la Iglesia católica cayó del 80 % al 36 %, descenso que se atribuye en buena medida al encubrimiento de una parte de la jerarquía de los abusos sexuales contra menores.
Junto al espinoso asunto de los casos de pederastia, la visita del papa Francisco también tenía puesto el foco en el impacto social de la creciente llegada de inmigrantes al país y el trato del Estado chileno a los pueblos originarios.
En víspera de la visita de Bergoglio se recrudecieron los ataques contra templos católicos en diversos puntos del país, especialmente en la ciudad de Santiago y la región de la Araucanía, donde se concentra la población mapuche.
La situación llegó hasta tal punto que la propia presidenta de la República, Michelle Bachelet, pidió a los chilenos que recibieran al papa Francisco “en paz y con respeto”, llamamiento que también hicieron el presidente electo, Sebastián Piñera, y la Conferencia Episcopal.
En los actos civiles y religiosos que encabezó durante sus tres días de estancia en Chile, el Papa abordó los temas más sensibles, y en especial, los escándalos de abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia católica, ante los cuales dijo sentir “dolor y vergüenza”.
Incluso llegó a reunirse con varias de las víctimas en la sede de la Nunciatura Apostólica en Santiago, al igual que hizo en Temuco con líderes mapuches y víctimas de la llamada “violencia rural”.
Pero Begoglio se marchó de Chile sin recibir a los querellantes de uno de los más casos de pederastia más graves, el del influyente sacerdote Fernando Karadima, hoy condenado y apartado de la Iglesia.
Su petición de perdón por el “daño irreparable” causado a los niños víctimas de abusos sexuales por parte del clero quedó en entredicho, según algunos analistas, por la firme defensa que hizo del obispo de la diócesis de Osorno, Juan Barros.
“No hay una sola prueba contra él, todo es calumnia”, declaró el pontífice refiriéndose a Barros, quien es rechazado por una parte de los feligreses de su diócesis que le consideran encubridor de los crímenes de Karadima.
El respaldo del sumo pontífice al cuestionado obispo merma la capacidad de la Iglesia católica de recuperar una influencia que va disminuyendo día a día, como quedó de manifiesto en la limitada capacidad de convocatoria a las tres misas programadas durante la visita.