Es natural que el correr de los días no nos encuentre siempre con el mismo ánimo ni las mismas disposiciones. A esos días en los que pensamos que estamos listos para comernos el mundo suceden otros en los que, además de sentirnos solos, percibimos el entorno con cierto pesimismo. Razones para este vaivén de la vida hay varias: el cansancio, la salud, los duelos de diverso origen, las dificultades en el trabajo, los problemas reales o imaginarios, entre otros. Esos días menos luminosos producen, sobre todo, cierta sensación de vacío, de que algo falta, de que no nos sentimos llenos.
Esa falta de plenitud, además, acaba por contaminar las relaciones que entablamos con los demás: el cónyuge, el amigo, el colega. Porque cuando consideramos que algo nos falta en la vida se nos nota en los gestos, en la ausencia de sonrisas, en la cara de asco que le ponemos a casi todo. Y así, la felicidad propia y ajena se pone cada vez menos a la mano.
De ahí que es necesario, por nuestro bien y por el de los que nos rodean, que sepamos detectar cómo se han originado esos huecos vitales, esa sensación de que algo nos falta. La ausencia de salud tiene unas causas y, aunque no siempre, unas soluciones; el cansancio se pasa con el debido, y obligatorio, descanso; los duelos se gestionan racionalizándolos y dándoles tiempo; las dificultades en el trabajo se superan yendo a sus causas y poniendo los medios para resolverlas. En fin, todo tiene solución en esta vida, no se puede quedar uno tendido sobre la lona. Y, como dicen los mayores, la única que no tiene solución es la muerte, y esa resuelve todas las preocupaciones... por lo menos para el que ha muerto...
Lo que no debemos es dejar que el tiempo y la vida transcurran sin rellenar esos vacíos existenciales. No podemos aspirar a la felicidad si no nos sentimos y sabemos plenos. Pero, por lo menos en mi experiencia, y luego de casi sesenta y dos años superados, reconozco que para lograr la plenitud hace falta estar enamorado. Enamorado, en primer lugar, de la vida. Y el amor implica pasión por lo que hacemos, pasión por los que nos rodean, pasión por los detalles menudos que abundan en la cotidianidad, pasión por hacer felices a los demás.
Los que van al trabajo como si marcharan al patíbulo; los que tratan con indiferencia, con desprecio, incluso, a la esposa, a los hijos, a los compañeros o los amigos; los que se quejan de todo y de todos, nunca podrán sentirse plenos. Y, en vez de marchar con garbo por la vida, se arrastrarán penosamente y dejarán una huella viscosa que causará repugnancia a los que se topen con ella.