La familia, primer grupo social en toda sociedad, ha sido en todos los tiempos y lugares la base de la convivencia. De acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, constituye el núcleo fundamental de la sociedad y debe ser apoyada por el Estado.
La familia está integrada por padres e hijos, y es deber de los progenitores brindar apoyo y protección, especialmente durante la minoría de edad y mientras exista su responsabilidad directa sobre ellos.
Durante generaciones, las familias permanecían unidas. Era común que los hijos vivieran en casa aun siendo mayores de edad o que, al casarse, permanecieran en el mismo pueblo o ciudad. Existía un ambiente de convivencia entre abuelos, padres, hijos y nietos. Sin embargo, esa armonía se fue debilitando con las constantes emigraciones, que comenzaron mayoritariamente con varones y luego se extendieron a mujeres e incluso a niños.
Los pueblos pobres del mundo, al no encontrar condiciones adecuadas para superarse -como educación, salud, empleo y seguridad-, se han visto obligados a abandonar a sus familias y sus países.
En el caso de América Latina, muchos han buscado el “sueño americano” y, en décadas recientes, también han migrado hacia Europa, especialmente España. Son personas que, en muchos casos, no volverán a su tierra, y son familias que se pierden.
Honduras es hoy una nación marcada por la desintegración familiar. Con 10 millones 300 mil habitantes, es difícil encontrar a alguien que no tenga un pariente en el extranjero.
Las remesas familiares, principal fuente de divisas del país, crecieron 25% el año pasado y superaron los 11,000 millones de dólares. Pese a las deportaciones, se espera que la cifra aumente este año. Solo desde España, las remesas enviadas en el último año sumaron 93.7 millones de euros.
Y hoy, 15 de noviembre, miles de familias hondureñas están pendientes de la amnistía del “hondureño ausente”, en un país llamado Honduras.