Un hombre entró a un restaurante de pollo frito para comprar comida para él y la joven que lo acompañaba. Ella esperó en el coche mientras él hacía la compra. Sin darse cuenta, el gerente del restaurante le entregó al hombre el paquete que contenía todas las ganancias del día, en lugar de la caja de pollo solicitada. El gerente, que planeaba ir al banco a depositar el dinero, lo había camuflado dentro de una caja de pollo frito.
El hombre tomó el paquete, regresó al coche y se marcharon. Al llegar a un parque y abrir la caja descubrieron que estaba llena de dinero. A pesar de la tentación de quedarse con el efectivo, el hombre, dándose cuenta del error, se subió al coche y volvió al restaurante para devolver el dinero. El gerente no podía estar más contento. Tan agradecido estaba que le dijo al hombre: “No se vaya. Voy a llamar a los periódicos y quiero que tomen su foto. Usted es el hombre más honrado de la ciudad”. “¡No, por favor! ¡No haga eso!”, respondió el hombre. “¿Por qué no?”, preguntó el gerente. “Lo que pasa”, explicó el hombre, “es que soy casado y la mujer con quien estoy no es mi esposa”.
Este relato nos ofrece una reflexión profunda sobre la honradez y la complejidad de la naturaleza humana. El mismo individuo que actúa de manera impecable en una situación puede ser falto de integridad en otra. Esta dualidad nos desafía a considerar cómo aplicamos nuestros principios éticos en diferentes áreas de nuestras vidas y nos invita a esforzarnos por ser íntegros en todos los aspectos, no solo en aquellos que son más visibles o socialmente recompensados. La verdadera honradez va más allá de actos aislados de integridad; es una práctica constante que debería reflejarse en todas nuestras acciones y relaciones. Sin duda, todos tenemos áreas de nuestra vida donde podemos mejorar y ser más honestos, tanto con los demás como con nosotros mismos. Procuremos, entonces, con la ayuda de Dios, hacer los cambios pertinentes, porque solo una persona honesta es una persona confiable.