En una cultura audiovisual estamos más familiarizados con el término “memoria fotográfica”, referido a la capacidad de algunas personas para recordar durante más tiempo ciertas imágenes con exactitud. No obstante, la memoria es olfativa, los olores no solo se quedan registrados, también pueden provocar sentimientos y emociones.
De acuerdo con un estudio del MSL Group en 2011, los aromas que más evocamos cuando deseamos sentirnos bien son las flores (65%), la panadería (64%), el océano (59%) y las frutas cítricas (57%). De todos estos aromas, el olor a pan (aun siendo nosotros una cultura del maíz) ocupa un lugar importantísimo en el archivo emocional y espiritual humano.
Se trata de una especie de ola cálida que reconforta, que pone a todo el cerebro a trabajar y que por sí solo es capaz de conectar con el pasado de una manera vívida, afectiva, produciendo nostalgia al evocar la idea de la infancia, de la casa familiar y abriéndonos el apetito. Los aromas son un rasgo común a las diversas religiones, el uso de resinas, mirra, incienso o copal como ofrenda a la divinidad es universal. Quizá el hecho de encontrar agradable el olor de la quema de estos materiales y que su humo se elevara al cielo hizo intuir al hombre primitivo-religioso una especie de regalo y libación a las deidades en quienes creía.
La Sagrada Escritura también alude en múltiples ocasiones al aroma como herramienta de comunicación entre los hombres y Dios, óleos perfumados, nardo, incienso o el humo del holocausto agradable a Yahvé; pero pocos versículos hablan del aroma de Dios como lo hace el libro del Eclo. 24:15: “Exhalé mi perfume como el cinamomo, como las plantas olorosas; expandí mi buen olor como las savias aromáticas, como el bálsamo y la mirra exquisita, como el humo del incienso en el santuario”. Podríamos preguntarnos ¿a qué huele Dios? Yo me atrevería a afirmar, sin dudar, que Dios huele a pan, eso sí, su olor no se puede percibir con el olfato físico, sino con la “nariz” del corazón.
Se trata de un aroma que activa la memoria espiritual, que despierta el hambre a casa, a hogar, a infancia, a pureza, que anima el alma a rehacer el camino andado y recuperar lo perdido. Dios huele a pan, al pan de vida que se parte y reparte en cada misa, a pan ganado con honestidad en el trabajo diario, al pan compartido con generosidad con el hermano necesitado, al pan hecho conversación y encuentro con la familia y los amigos.
Ese es el aroma de Dios que llega a la vida cuando estamos cansados, abatidos, tristes o desanimados, el suave olor a pan que consuela, conforta y confirma que hay alguien esperándonos y amándonos. Si te detienes a pensar, estoy seguro de que no pocas veces has podido percibir ese perfume del alma y quizá has dicho: ‘¡huele a pan!’, al mismo tiempo que te has dado cuenta de que el aroma proviene de otra parte. Porque la casa donde se hornea ese pan es la eternidad, el hogar de donde un día partimos y al que cada día peregrinamos, por eso conviene no olvidar que la vida es solo camino hacia la fuente de ese suave y sanador olor, que proviene del mismo redentor, Jesucristo, el Pan de Vida (Jn 6:35).