No hace falta mayor epitafio para quien hizo de su nombre adoptado una marca personal verdaderamente trascendental, con el objetivo de liderar la Iglesia Católica, con todo lo que esto significa: aceptar errores, pedir perdón, mantener vivo el evangelio y llegar a las nuevas generaciones.
Él logró transitar 12 años de pontificado complejos e inciertos, basta con recordar los duros momentos de pandemia por covid-19, en los que dio muestra de entereza y demostró que nunca debemos perder la fe y la esperanza.
Como líder, destacan en el Papa Francisco varias cualidades, como la sencillez de su lenguaje, aún con la profundidad que conllevan sus mensajes. Tenía muy claro que debía llegar a amplias audiencias, especialmente a los jóvenes en un mundo en el que la facilidad de comprensión es muy valorada.
Hizo de su humildad un distintivo clave. Nos demostró que no se necesitan artificios para impactar, cuando la congruencia, esa cualidad de que los actos correspondan con las palabras, y la consistencia, es decir, que lo hiciera a través del tiempo, fueron parte esencial de su ejemplo.
Entendía perfectamente que se movía en un mundo marcado por protocolos y, quizás por eso, sabía como romperlos con naturalidad y una sonrisa como sello.
Así, fue abierto a la presencia que a otros hubiese incomodado.
Al mismo tiempo, logró ser firme y enérgico cuando hubo que hacerlo, especialmente con temas clave para la paz y el respeto a la dignidad humana, como los conflictos bélicos actuales, la migración y los refugiados, entre otros temas.
Fue firme en sus principios y valores, sin perder la apertura hacia la inclusión social, reconociendo siempre en las demás personas la creación de Dios.
Francisco, como prefería que le llamaran simplemente, sin tratamientos especiales, también nos enseñó que las cosas nos ayudan, pero no deben ser un fin en sí mismo.
Que debemos tener cuidado en no perdernos en apariencias y en cultivar la esencia, en el servicio hacia los demás y en el encuentro personal con Dios a través de la oración.
Nos señaló que vale la pena soñar en que es posible un mundo mejor, en el que cada uno sea protagonista y no solo espectador. Porque la capacidad de soñar habilita también la oportunidad de salir de la zona de confort, que yo creo que en muchos casos es zona de resignación.
Se entregó a su labor hasta el último día de su vida, con pasión y alegría, a pesar de la salud quebrantada.
No tuvo temor de pedir ayuda, reconociendo su propia debilidad, dando muestra nuevamente de su humildad.
Francisco seguirá siendo un ejemplo valioso de liderazgo y de fe, que nos demostró que la insatisfacción con las condiciones en las que se encuentra el mundo actual y la comunidad local donde nos movemos, debe llevarnos a ser parte de las soluciones, con la guía de Dios y con la esperanza puesta en lo que podemos alcanzar con Él.
¡Gracias por tanto, Franciscus!